El siglo XVIII, llamado “de las luces” o de la “Ilustración”, también es conocido como “Enciclopedismo” por una razón obvia: aunque esta palabra fue inventada por los griegos para designar, como metáfora, “educación en círculo” (de kyklos, rueda, círculo, y paideia, educación) con la idea de educación “completa”, fueron los filósofos D’Alambert, Voltaire, Diderot y otros quienes difundieron la palabra “enciclopedia” con la idea de reunir, en obesos volúmenes, todo el conocimiento posible.
Quienes rebasamos los cuarenta años todavía alcanzamos a usarlas, pues era un objeto común en muchos hogares no tan desfavorecidos en ingreso familiar.
Hoy sabemos que las enciclopedias son vejestorios que nadie quiere ni siquiera para adornar el bufete de un abogado fanfarrón y transa, pues fueron apabullantemente borradas por internet.
Y no sólo sucumbieron las enciclopedias, sino también todos los libros llamados “de referencia”, como los diccionarios y los manuales, que ahora nadie consultaría ni recluido en la cárcel de Alcatraz.
Siempre doy el ejemplo de las fechas de muerte; cuando una enciclopedia sumaba a un personaje todavía vivo, el dato de su deceso sólo podía ser actualizado en una nueva edición, mientras que en Wikipedia aparece casi inmediatamente después de que el personaje dejó escapar su último buche de aire.
Pese a todo conservo, más por nostalgia que por sentido común, una enciclopedia y al menos treinta diccionarios de diferente índole, entre ellos cuatro ediciones del DRAE.
Aunque pocos, también conservo algunos libros que a mi juicio tenían la aspiración de reunir el caos, casi como si fueran internet de papel.
Estos libros, por supuesto, tienen algo de disparatado, porque por más empeño que se ponga al afán compilatorio, la múltiple realidad desborda cualquier borde.
Me refiero a obras como El libro de los sucesos, eventos, hechos, casos, cosas…, de Isaac Asimov.
Ya desde el título largo y fallido, el erudito ruso trató de apresar la diversidad, y procedió a armar un libro lleno de fragmentos curiosos, interesantes, buenos sí, pero que congestionan cualquier cabeza, tal y como lo hace hoy el internet, herramienta que nos ha llenado la mesa de información imposible de digerir de tan abundante y rápida.