Me tumbó la gripe y tomo del archivo un viejo texto inédito en la columna:
Vi un resumen televisivo de los que condensan en dos horas un año de información y me enteré apenas de que en agosto mataron a Nacho Flores, el maravilloso lateral de Cruz Azul, de aquel Cruz Azul imborrable que fue mandón en los setenta, el Cruz Azul del tri /bicampeonato.
En su momento no supe lo de Flores, supongo, porque el hecho me agarró en el viaje a la Argentina.
Luego, al oír que lo habían asesinado sin un adarme de misericordia, con 27 plomazos, lamenté la noticia y recordé que aquel chaparrito de bigote zapatista corría la banda con solvencia y elegancia, y que fue un jugadorazo respetado por todos en la cancha y fuera de ella.
Recordé que Flores era Ocaranza de segundo apellido, recordé a sus hermanos Luis y Lorenzo, recordé las incontables tardes de sábado en las que Nacho Flores alineaba en la legendaria Máquina que todavía usaba el Azteca de escenario.
Era un jugador impecable en su posición, metía la pierna, pasaba bien, cubría toda la banda derecha, no aspaventaba, jamás sufría lesiones.
Por Nacho Flores y sus compañeros adherí, hasta la fecha y con el plus del Santos Laguna, a la bandería cementera.
Gracias a ese viejo Cruz Azul hice de mi vida una permanente e infantil esperanza de victoria semanal.
Era la Máquina de Marín, Quintano, Guzmán, Pulido, Gómez, Cornero, Montoya, Bustos, López Salgado, Vera, Flores y demás ídolos que me dieron tardes de éxtasis en una telecita Hitachi blanco y negro con la que fui inmensamente feliz e inmensamente triste, esto cuando la Máquina perdía.
Para volver a mi pasado, porque tengo la capacidad de ser de nuevo el niño o el adolescente que vio en vivo decenas de partidos, recurro como todos, ahora, al YouTube.
Un video que me encanta es el que mete en una cápsula (cápsula del tiempo) el 6-3 que Cruz Azul le propinó a la UNAM en 77-78, es decir, en aquellas temporadas kilométricas que de veras ponían a prueba la regularidad de los equipos.
Fue un choque espectacular, pues si los azules eran un conjunto poderoso, los Pumas no eran menos. Basta ver la alineación de los universitarios para advertir que se trataba de una cosa espeluznante; ya no estaban allí Bora Milutinovic, Mejía Barón ni “El Capi” Cabalceta, lo que quizá debilitó su defensa, pero de la media cancha hacia adelante era un equipo de ensueño.
Cierto, allí alineaban todavía el “Gonini” Vázquez Ayala (el Pujol mexicano, una especie de cavernícola de la retaguardia), Héctor Sanabria (que golpeaba como asno en las tibias rivales) y “El Pareja” López (un tipo velocísimo y de pata dura), pero lo mejor estaba adelante: Jota Jota Muñante (a quien Ángel Fernández le colocó dos apodos:
“La Cobra”, el primero, y otro digno de catálogo: “El Jet de Perú”, ya imaginarán por qué), Enrique López Zarza (gran recuperador), Cabinho (un bombardero criminal, el mayor en la historia del fut mexicano), Leo Cuéllar (un motor incansable pese a los 23 kilos y medio de greña que cargaba en su cabeza), y Hugo (el mejor futbolista mexicano de la historia).
A tales fieras doblegó la Máquina en aquel memorable partido. Empezó con el gol un poco accidentado del paraguayo Carlos Jara Saguier (a quien Fernández motejaba “El Francesito”), luego el 2-0 con el riflazo del mismo guaraní. Viene el 2-1 gracias al olfato anticipatorio de Cabinho, y el empate se da gracias al centro de Cuéllar en el que Marín se va con la finta de Cabinho.
Juan Dosal narró el primer tiempo; a muchos no les gustaba su relato, pero a mí sí, pues jamás oí a un cronista con tanta precisión al momento de ver, sin pensarla dos veces y sin necesidad de repetición, los detalles sutiles de cada jugada.
Un ejemplo: noten cómo desde el palco advierte de inmediato que el gol es de Cuéllar, no de Cabinho. No requirió la repetición, y su comentario fue inmediato.
Había sido jugador, conocía perfectamente la física del juego, y en el gol de Leo notó que la pelota no tuvo ninguna desviación, de ahí que se lo atribuyó, in continenti, al melenudo.
El tiempo complementario fue formidable (en el gol del rosarino Alberto “Hijitus” Gómez el centro a la olla salió de Nacho Flores, número 2 de los azules, tras recibir un pase del “Maestro” Fernando Bustos que poco antes había pegado una gambeta enceguecedora). Lo narró el más grande:
Ángel Fernández. Sus descripciones, su tesitura, sus gritos sonaban perfectamente bien, exactos, como los de nadie.
Basta ver la manera como aborda los dos goles de Rodolfo Montoya.
El primero, que fue más casual que otra cosa, valió por las palabras de don Ángel.
Dice:
“Este es Rodolfo Montoya, sobre la barrida del Chiquilín [Cervantes, un grandulón] tocando un enorme sombrero galoneao, y alrededor de ese sombrero unos gallos tremendos con las navajas afiladas”.
¡Caray, qué natural se oye eso, qué creativo y espontáneo!
Poco después, luego del misil al ángulo disparado por Montoya, el cronista grita gol como si gritara que está lloviendo oro, con auténtica dicha.
Recuerdo que Fernández elogiaba mucho a Montoya, un extremo centellante que llegó de Tigres a los Cementeros.
Usaba siempre la media caída, pues entonces el reglamento permitía que quien quisiera no usara espinilleras y se bajara el calcetón.
Ángel Fernández llamó a ese estilo, como siempre, inigualablemente bien: “El atavismo de los barrios”, porque en las calles se jugó siempre con la media caída.
Bien, en aquel Cruz Azul militó el gran Nacho Flores, hoy uno más de los miles de “daños colaterales” en la guerra estulta que seguimos soportando.
Traigo, por ello, estas palabras en reconocimiento a Ignacio Flores Ocaranza y como retroactivo elogio a los compañeros con los que tocó la gloria cuando la Máquina sí pitaba y pitaba, imponente.