Silvio, aniversario y después

  • Ruta norte
  • Jaime Muñoz Vargas

Laguna /

“Si te dieran a escoger a qué cantante escuchar y te pagaran todos los gastos para ir a su concierto, ¿a quién escogerías, papi?”. Recuerdo esa pregunta de una de mis tres hijas, pero no recuerdo cuál. 

La motivaba una conversación en la que concluí tajantemente, sin ninguna concesión, que no me interesaba ir a ningún concierto, que no me interesaba escuchar a nadie en ningún tumulto. 

“¿Pero a nadie a nadie a nadie, papi?”, insistió mi hija. “No, a nadie”, rematé, y esto incluye principalmente los conciertos de cualquier música pop o rock, por espectaculares que sean. 

Sé que si la propuesta fuera real, dudaría. ¿Javier Solís, Pavarotti, Zitarrosa, Lola Beltrán, Serrat, Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui? 

Tal vez, pero de solo imaginar las implicancias de un concierto, el hecho de desplazarme a no sé dónde y de convivir a veces apretujadamente, me lleva a desear no desearlos, conformarme con la reproducción hoy dispensada por las plataformas digitales.

Mi negativa parte de que los experimenté alguna vez: jamás me sentí cómodo ni me estremeció un pelo ver en vivo a un “famoso”. 

Por esta razón y no otra es por la que percibo muy extraña a la gente que sigue el ritual de comprar boletos en línea y moverse a veces hasta de país para escuchar a tipos abiertamente frívolos o embusteramente densos, como si fueran filósofos de nuestra era sólo porque desean la paz mundial como si fuera enchilar gordas.

Dado lo antecedente, sonará raro que el 25 de mayo de 2004, hace ya dos décadas, amaneciera inquieto ante la inminencia del maratón que me esperaba en la Plaza de Mayo.

El 25, digo, amanecí inquieto. 

A mi primer viaje argentino le quedaban unos días de vida, así que decidí aprovecharlos en andanzas que me dieran una visión más clara del plano porteño. 

Sabía ya que el día era feriado por la Revolución de Mayo, así que opté por acercarme a la plaza para ver cómo lo celebrarían. 

Temprano, todavía sin público en la plancha histórica, vi que varios trabajadores hacían los últimos arreglos a dos grandes escenarios: uno frente a la Casa Rosada y otro al lado opuesto, cerca de la catedral, por la calle Bolívar. 

Creo que con algunas preguntas pude saber que la celebración conllevaría discursos y un desfile de grupos y cantantes, todo con el remate de Silvio Rodríguez. 

Deambulé un rato más por el rumbo, pero sin desligarme demasiado de la plaza. 

Cuando vi que comenzó a poblarse me aproximé al escenario más grande, el aledaño a la Rosada. Primero quedé como a cincuenta metros, pero como pude me fui escurriendo hacia adelante, poco a poco.

No recuerdo cuánto duró todo, pero sí que llegué como a las seis de la tarde y a las nueve todavía no me iba de allí.

Muchos cantantes pasaron antes del plato principal. 

Todos desahogaban dos o hasta tres piezas, la gente los aplaudía con entusiasmo y el animador los presentaba con elogios y vítores por el día conmemorado. 

Pero la gente esperaba el plato fuerte: Silvio.

Cuando el cubano apareció en escena, pensé que su número duraría lo mismo que todos los demás, pero no: cantó una hora y aquello me dio la impresión de ser hipnótico: la gente coreaba las canciones y yo entre dientes también las expresaba. 

En los ochenta había sido adicto a su música y en general a la nueva trova, pero poco a poco me había alejado de él. 

Lo que no sabía es que me sabía aún todas las piezas, al menos las famosas, y esto sobrevive hasta hoy, fecha en la que algunos de sus versos me parecen algo débiles, aunque conservo el gusto por casi todos sus arreglos. 

Así de terca es la memoria.

Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.