El triunfo contundente de José Antonio Kast en la segunda vuelta presidencial chilena —con alrededor del 58% de los votos — no es un hecho aislado ni un simple vuelco electoral. Es, más bien, la materialización de una oleada regional que está empujando a América Latina hacia la derecha: electorados que, cansados o asustados por la violencia, la migración y la precariedad económica, optan por propuestas que prometen seguridad, mano dura y restauración de un orden percibido como perdido. Ese giro, con ecos en Ecuador, Argentina y El Salvador, altera el mapa político del continente y obliga a repensar estrategias tanto de la izquierda como de los centros democráticos.
En Chile, la victoria de Kast no puede entenderse sin su biografía política ni sin la cómoda sinergia que ha encontrado con un discurso que mezcla populismo de seguridad y conservadurismo cultural. Kast llega al poder con la promesa de “restaurar el orden”: deportaciones masivas, muros fronterizos, fortalecimiento de las fuerzas de seguridad y recortes presupuestarios como receta para una crisis de gobernabilidad. En el plano económico y legislativo, su mandato anuncia confrontaciones con demandas ciudadanas que surgieron a partir del estallido social de 2019 y con las reformas que buscaban reducir desigualdades; no está claro —y ello es parte del problema— cómo reconciliar esas medidas de austeridad con la promesa de orden social.
Pero hay otra dimensión que obliga a la vigilancia democrática: los nexos ideológicos y simbólicos de Kast con el pinochetismo. No es una insinuación gratuita: su trayectoria y declaraciones públicas han mostrado admiración por aspectos del régimen de Augusto Pinochet y una minimización recurrente de sus crímenes. La normalización de esa memoria —el relativismo sobre las violaciones a los derechos humanos y el negacionismo hacia las dictaduras de derecha— es una señal alarmante. Recuperar la estabilidad democrática no puede pasar por blanquear o trivializar el pasado autoritario. La memoria histórica no es mera retórica; es la barrera que evita que métodos represivos y la impunidad vuelvan a institucionalizarse.
Un rasgo llamativo de la campaña fue la capacidad de Kast para movilizar y seducir —no obstante su perfil conservador— a sectores jóvenes desencantados. El voto juvenil no fue homogéneo ni puramente ideológico: en muchos casos, respondió al miedo —real o amplificado— a la inseguridad y a la percepción de que las instituciones existentes no supieron resolver problemas concretos. Ahí radica una lección incómoda para las fuerzas progresistas: la promesa de derechos sociales y transformaciones estructurales pierde tracción cuando no se traduce en mejoras tangibles en la vida cotidiana de la gente. Recuperar a las nuevas generaciones exige políticas que combinen justicia social con soluciones reales a la seguridad, empleo y movilidad social.
Pese a su perfil duro, Kast cerró la campaña con un tono deliberadamente conciliador: ofreció gestos de moderación pública, invitó al diálogo y repitió fórmulas de unidad nacional que buscan amortiguar temores internacionales y fiscales. Ese tono debe leerse con cautela: la retórica conciliatoria puede ser el barniz que facilite la gobernabilidad inicial, pero las políticas anunciadas —especialmente las relativas a seguridad y migración— contienen el potencial de erosionar libertades civiles y de profundizar fracturas sociales si se implementan sin controles ni debates serios. La democracia requiere mayorías, sí, pero también pesos y contrapesos institucionales fuertes.
¿Qué significa esto para el continente? Primero, que la competencia política en América Latina seguirá polarizada y que los electorados pondrán la seguridad en el centro de las agendas nacionales. Segundo, que la legitimidad internacional de los gobiernos de derecha hará más fácil la coordinación entre mandatarios ideológicamente afines —en políticas migratorias, seguridad y acercamientos económicos— con riesgos de coordinación en agendas que podrían debilitar estándares de protección social y derechos humanos. Tercero, que la izquierda tiene la urgencia estratégica de reinventarse: no solo fijar el diagnóstico moral sino ofrecer soluciones operativas que reduzcan la ansiedad cotidiana de los ciudadanos sin renunciar a sus objetivos redistributivos y de justicia.
En definitiva, el triunfo de Kast es un llamado de alarma y una oportunidad a la vez. Alarma porque reaviva viejas tensiones de memoria y normaliza discursos autoritarios; oportunidad porque obliga a una recomposición del campo político: la centroizquierda y los movimientos sociales deben traducir su narrativa en políticas creíbles de seguridad, empleo y eficacia pública. Si no lo hacen, la región seguirá viendo alternancias que no resuelven los problemas de fondo y, peor, que podrían erosionar las bases liberales que sostienen la convivencia democrática.
La lección para Chile, y para América Latina, es clara: la democracia no se preserva solo con votos. Se sostiene con instituciones fuertes, memoria histórica activa y políticas que mejoren la vida cotidiana sin hipotecar derechos. Si el país quiere evitar que el retorno de la derecha sea simplemente un retorno del pasado, será imprescindible vigilancia cívica, prensa libre y sociedad organizada que exija coherencia entre el discurso conciliatorio y las acciones en el poder.