'Atl-tlachinolli'

Ciudad de México /
JORGE F. HERNÁNDEZ

Los habitantes, vecinos y visitantes de la alcaldía Benito Juárez llevaban ya no pocos días quejándose del olor a gasolina del agua de sus grifos. Las autoridades de Ciudad de México lo negaron hasta que la situación inunda las calles con protestas y el pequeño tsunami inconcebible repta como serpiente recurrente: una vez más —de siglos y de ciclos— los funcionarios disfuncionales no saben cómo justificar que ahora sí aceptan que hubo un derrame de aceite u otro combustible que ha provocado erisipela social, una suerte de sarna en el pelaje de las mascotas que acostumbran beber agua directamente del grifo y esa lenta anquilosada burocracia de la desidia y el desdén.

Atl-tlachinolli en náhuatl es agua quemada, que aparece tallada en piedra colgada del pico de la mítica águila posada en un nopal, como señal mitológica del pueblo mal llamado azteca. Señal con la que el pueblo mexica decidió asentarse en un islote inverosímil en medio de dos inmensos lagos, uno de agua salada y el otro, dulce y potable sin imaginar que los siglos se anunciarían con eclipses para cada generación y humaredas ominosas de un volcán inquieto para confirmación de que el águila se posó en el impredecible nopal que habría de convertirse en una megalópolis de más de veinte millones de habitantes, toneladas interminables de basura, neblumo exponencial de polución creciente, millones de automóviles… y agua quemada.

Octavio Paz signó en un verso atl-tlachinolli como reflejo de su significado ancestral: agua quemada donde se juntan los contrarios. Fuego y agua como lengua que se confundió como serpiente y se añadió (luego de la Conquista) en el pico del águila en una confusión más de nuestros pretéritos. No es una serpiente lo que devora el águila mítica mexica, sino una lengua de fuego hecha agua, una falange surrealista y ensortijada que representaba la guerra florida, guerra sagrada como la que libran los ciudadanos de una caótica urbe que intenta encorsetarse quieta sobre un nopal espinoso. Carlos Fuentes volvió título para cuatro relatos en prosa el nombre de Agua quemada que explica ahora la llama en las venas de la inconformidad, el fuego lento de la impotencia ante los tropiezos administrativos de los Hijos del Quinto Sol que sólo cobran sin resolver el ardor inevitable de quienes bebemos aquí —porque aquí nos tocó y qué le vamos a hacer— pequeñas llamas potables como agua salada bajo los párpados.


  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
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