Se cumple el primer siglo de la muerte de Franz Kafka y se impone felicitación kafkiana como si fuera cumpleaños no sólo por la vigencia de sus letras y el misterio como murmullo de su biografía en laberinto, sino porque quizá para el próximo centenario podamos declararlo puramente mexicano. Su vida pasará del paisaje de Praga a la antesala de una taquería de suadero y su obra quizá por mexicanizarse termine por perderse en el olvido.
Con todo, el maremoto electoral del pasado domingo no sólo provoca la justificada fanfarria por la llegada de una mujer a la Presidencia de la República y con ella —simbólicamente— todas las mujeres que nos dan Matria, sino también el jolgorio involuntario y la comedia o vodevil de la llamada Oposición. Hablo de lo ridículo que parece ahora el disfraz de dinosaurio en la Cámara de Senadores y evoco —no sin ego— un malogrado debate que sostuve con la X en Televisión Azteca (cuando era funcionaria de Fox para la causa indígena), pero me concentro en el entramado kafkiano:
La trama enrevesada donde una niña que vendía gelatinas se convierte en candidata de una élite surrealista, donde se juntan en licuadora los tres partidos pútridos y trasnochados a los que urge una Metamorfosis. Los diálogos delirantes que intentaron justificar y obviar la derrota electoral y electrónica argumentando contar con inferencias y guasaps que insinuaban lo contrario; es decir, inventarse una victoria en plena época del Carro Completo a la vieja usanza, años de entronización de un autoritarismo velado, verborrea con acento tropical y utopías con innegable apuntalamiento masivo, pero aunque a todos nos guste el pozole no deja de ser vianda con origen caníbal (que quizá le gustara a Kafka) y por ende, así sean peras o manzanas, el escepticismo nacional ante la promesa de que alguien se vaya a la chingada sólo enfatiza que todo esto está Kabrón.