Delicada deambulación de Dorotea

Ciudad de México /

Apoltronada en lo que nunca será diván porque jamás dejará de ser sofá, Dorotea navega las horas de lo que no llegó a siesta mirando grietas en el techo, huellas de terremotos olvidados. En silencio va redactando las hondas razones que alegran su condición de habitante de la ahora CdMx, no sin nostalgia por lo que fue D.F. Ciudad zurcida por interminables hilos y alambres, la nervadura infinita que va de poste en poste; aquí la muerte es metáfora de colgar los tenis, amarrar las agujetas en un nudo gordiano y lanzarlos a lo alto hasta que queden colgados en una vena telefónica como homenaje al pandillero caído o señalización para el ejercicio del narcomenudeo.

Jorge F. Hernández

Dorotea enlista las taquerías de sus variados antojos, la ventaja de poder comer a cualquier hora y el dinamismo olímpico de las bicicletas en una ciudad ya casi tomada por motonetas y motociclistas. Lleva bajo los párpados todos los modelos trasnochados de taxis destartalados y la resignación funcional de que los autobuses y microbuses hacen parada donde les da la gana. A menudo recorre nomás porque sí las 52 estaciones de los 52 kilómetros del Metrobús sobre la espina dorsal de la Avenida de los Insurgentes y vuelve ahora, recostada en su poltrona a la recreación minuciosa de cada metro, cada cara y pocos rostros. “Aquí faltan columpios y sobra mugre”, musita la Dorotea antes de tararear una pegajosa cantinela donde va nombrando cada una de las variedades del pan dulce de las casi extintas panaderías y en la psicodelia de su duermevela pronuncia lentamente cada una de las frutas que apila como pirámides en su memoria.

Dorotea recorre en cursivas las siluetas de los grandes edificios: del que llamaban Hotel de México y es ahora World Trade Center o del Monumento a la Revolución que iba a ser Palacio Legislativo… de todo lo que fue y ya no es, de todo lo que queda en pie y de la no tan dolorosa aceptación de que no hay una sola calle lisa, sin hoyos y baches y tropiezos y tribulaciones como raro antojo para que Dorotea se tire feliz en un sofá para sentirse absolutamente feliz.


  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
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