Cada vez que violan a una menor de edad en un barranco de nopales y cada madrugada en la que más de una docena de jóvenes sueñen de duermevela la posibilidad de cruzar la frontera en busca de vida y cada vez que el pesadísimo recuerdo de un ayer se derrama sobre la ajada mejilla de un anciano con los ojos ya clareados por su glaucoma y cada vez que la bisabuela habla semidespierta de sus cuentas pendientes y cada vez que una pequeña niña llega a casa culpable porque en el aula la acusan de falta de solidaridad revolucionaria y cada vez que repiten en pantallas táctiles la nefanda imagen del dictador Nicolás Maduro felicitándose por la reforma judicial aprobada a ciegas y a fuerzas en México y en esa misma pantalla desfilan los ojos desorbitados de un cocainómano y pederasta, la seria sonrisa rumiante de un violador guerrerense, la obesidad mórbida del engreimiento, la inmensa estulticia de tanto inepto, la soberbia regocijada de tanto abuso y cada vez que se deambula por cualquier calle, callejón o avenida de cualesquiera de las ciudades, villas o pueblos de un vasto territorio contenido inexplicablemente entre dos inmensos océanos en el centro mismo del planeta sabiendo que nadie o ninguno sabe nada de nada o no entiende que no entiende o simula concentrarse en plegarias o supersticiones cíclicas y cada vez que una tertulia de grandes chismes asegura que va a temblar porque se pone rojo el cielo y cada vez que se reúnen en el viejo café los antiguos combatientes de las ideas para confirmar amnesias y cada vez que se van deshojando poco a poco las mentiras y mentiritas de la Esperanza con mayúscula y cada vez que el Supremo Elegido tenga que mitigar con falsa humildad el orgullo de su nepotismo, las cuentas pendientes, las tres grandes obras inútiles, el tren inexistente y el trenecito de la selva y la refinería sin actividad y los renglones torcidos del bienestar y el mar de uniformes verde olivo y las cuentas por pagar y los contratos multimillonarios y la ofensiva contra la oligarquía al tiempo que chocolatea con el hombre más rico del mundo en el palacio donde habita con el fantasma de Juárez que ha traicionado casi a diario y cada vez que le duela que no pudo tomarse la foto en familia con sus hijitos en el Zócalo por razones de lesa humanidad y cada vez que se proponga reinventarse como escritor con la limitadísima y mediocre garantía de autopublicarse en lo que queda del Fondo de Cultura Económica y cada vez que los pocos amaneceres oficiales que le quedan en la vajilla porfiriana de su palacio sólo le recuerdan que su destino no es más que un rancho al que llaman La Chingada… cada una de esas veces se muere uno de los muchos Méxicos, que llegó a ser república y que ahora inaugura la larga espera de otra resurrección.
La muerte de un México
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Jorge F. Hernández
Ciudad de México /
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