Se supone que la mayoría de edad llega una vez transcurridos los dieciocho años, aunque haya legalidades que fijen los veintiún años como meta o punto de partida para esa etapa adulta de vida. Tengo para mí que una mayoría de mis afectos no tienen edad porque son intemporales y además, eternos; aquilato no pocos amigos que me son mayores y ya echo de menos —irremediablemente— a los supuestos incondicionales que me volvieron dispensable en los pasados meses y me consideran responsable de todo invento y vanas mentiras.
En realidad, yo sólo soy responsable cuando cualquiera y dondequiera alce la mano o la voz pidiendo ayuda, particularmente cuando se trata del infierno de una enfermedad llamada alcoholismo. Rara o enrevesada enfermedad negada por muchos, renegada por otros y padecida por no pocas almas buenas que se alzan en el heroico afán de intentar lograr un triunfo ante la derrota: tirar dignamente la toalla con algo más sublime que la simple resignación con eso que llamamos aceptación y una vez dado ese paso, intentar dar los otros once cabalísticos pasos con los que se multiplican los minutos de cada hora, las horas de cada día, los días de cada mes y los meses de cada año hasta sumar los veintiún años que cumplo hoy mismo, cada tres horas con sus minutos de cada veinticuatro horas desde hace un año y dos décadas en que me derroté por un milagro ante el larguísimo sendero de la sobriedad. Más que mero abstemio, soy un caminante de la sobriedad como sendero y no como adjetivo que se da por hecho. Es gerundio, como deberían conjugarse los verbos del amor, la lectura o la serenidad.
Roto el anonimato de mi enfermedad desde un principio, reconozco que no me festejo los aniversarios ni de la hepatitis que padecí a los diecinueve años, el cáncer que combatí y conquisté a los treinta y siete, ni los dos infartos al miocardio de hace una década y el infartito cerebral que me corneó hace exactamente un año… pero seguiré festejando cada año que se cumpla desde el último trago en un sórdido bar de desmemoria y naufragio, la insoportable marea de la bilis al amanecer, la amnesia de suprema irresponsabilidad, la cruda resaca con dolor de cabeza en tercera dimensión y la acumulación insalvable de culpas.
Que el diario vivir contenga tropiezos inevitables y que la cruel balanza de los sustentos desnivele de pronto cierto equilibrio, no merma ni afloja el sereno ánimo de seguir el trayecto en sobriedad precisamente para potenciar todas las enmiendas necesarias y apuntalar la esperanza palpable de llegar a ser un ser mejor… y también para restañar las heridas ya casi cicatrices de tanta ingratitud, tanta maldad y encono, tanta estulticia y falsedad, cochupo-enredo-tergiversación y denostación. Que no pocos soberbios, engreídos o distraídos esgrimen para distanciarse de uno, intentar diferenciarse o tan sólo regodearse en pontificaciones calificativas, exabruptos obtusos o aplastante silencio.
Que llego a los veintiún años con renovada ilusión cada día, sólo por hoy, entre la música inagotable de mis hijos, las páginas interminables de otros nuevos libros y el callado brillo de una mirada clara en medio de cada noche; que llego a los veintiún años con mis fantasmas intactos y mis muertos en paz, con una inmensa cuesta por subir y todo el paisaje incierto aunque prometedor de quien percibe que cada instante es no más que una mayoría de edad.
Jorge F. Hernández