El balance de la jornada electoral de este domingo confirmó que en estos tiempos de auscultaciones y sondeos, de investigación exhaustiva de mercados y algoritmos implacables, las sorpresas electorales solo suceden en las series de televisión. En los dos escenarios, Estado de México y Coahuila, sucedió exactamente lo que se había pronosticado. Una ventaja de Delfina Gómez de alrededor de 10 puntos en Edomex y una partición de los votos en aproximadamente dos mitades en Coahuila, con ligera diferencia en favor del candidato priista y la mitad inferior, la del obradorismo, fragmentado en tres candidatos.
Obviamente, Morena y la oposición intentarán, cada uno, hacer una lectura que les favorezca. Ambos tendrán material. Morena insistirá en la importancia de la caída del bastión histórico del Grupo Atlacomulco, la conquista del corazón del priismo en el país, el peso demográfico que representa la población de Edomex y las garantías que ello significa para un triunfo en las elecciones presidenciales del próximo año. No es poca cosa. Quizá era la última posibilidad de que un resultado diferente al triunfo de Delfina Gómez sacudiera el destino manifiesto de un sexenio más para Morena. López Obrador puede estar tranquilo, habrá 4T otros seis años (es un decir, no lo estará hasta que coloque la banda presidencial a su relevo, aunque allí le comenzarán otro tipo de preocupaciones).
Pero la retención de Coahuila por parte del PRI tampoco puede ignorarse. Alito y sus incondicionales en el partido presumirán el resultado del domingo como un éxito al 50 por ciento, una victoria y una derrota, nada mal para una fuerza política poco menos que desahuciada. Intentarán vender como un vaso medio lleno las gotas que quedan en el fondo.
Pero más allá de estas narrativas contrapuestas, obvias y esperables, lo cierto es que el balance tendría que preocupar a ambas fuerzas.
Me parece que el análisis del proceso deja en claro que estos resultados dependieron en mayor medida de lo que Morena hizo o dejó de hacer. En Edomex la operación política del partido oficial fue impecable; se aseguró la disciplina de los partidos aliados, se cuidó la reacción de los candidatos perdedores en la elección interna, se reconoció y se le dio lugar a los actores políticos y económicos locales. En Coahuila se ignoró todo ello. El centro asumió que Ricardo Mejía, subsecretario de Seguridad, sería el candidato elegido por los coahuilenses en claro desinterés o ignorancia de los sentimientos y pareceres locales. Y cuando esto no sucedió, no existió control de daños o resultó pésimo; las candidaturas se desataron, los partidos aliados aprovecharon para especular y el candidato oficial resultó impresentable. Peor aún, cuando se intentó meter mano al desaguisado, a los errores se añadió la desvergüenza: una negociación penosa y mercenaria a la vista de todos, para que PVEM y PT abandonaran a sus candidatos una semana antes de la elección. ¿Qué no sabían que su gallo se encontraba 30 puntos porcentuales debajo del rival? ¿Qué necesidad de enlodarse? El negacionismo de las dirigencias políticas, por no hablar de la falta de decoro, no deja de ser un misterio. Si los pronósticos no eran del todo favorables por la falta de arraigo histórico del obradorismo en esta zona, la pésima operación política autodestructiva terminó evaporando cualquier oportunidad.
¿Qué significa todo esto para lo que sigue? Primero, que cuando Morena hace políticamente las cosas bien lo hace impecable; cuando las hace mal es terrible. Lo del domingo parece un manual en blanco y negro de lo que debe hacerse y lo que debe evitarse. Y francamente me parece que el factor dominante para que sea una cosa o la otra es la atención que le otorgue el Presidente. Y con esto no quiero sugerir alguna suerte de infalibilidad del líder, ni mucho menos, sino simplemente la diferencia que provoca la presencia o ausencia de un líder dentro de ese mercado de tribus, de arribistas sin ideología o corrientes tan variopintas que en algunos territorios es Morena.
La elección presidencial, desde la nominación del precandidato hasta los comicios mismos, serán personalmente supervisados por López Obrador. Muy probablemente el proceso tenderá a parecerse más al de Edomex. Mayor atención y habilidad política para que la lucha interna no se desboque ni se dividan las fuerzas. No está fácil por lo mucho que está en juego y la existencia de dos postulantes tan sólidos como Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard. Pero los recursos políticos del Presidente y su liderazgo son aún más sólidos. El desenlace lo conoceremos muy pronto.
Pero será mucho más complicado mantener ese cuidado en la selección de los candidatos a las nueve gubernaturas, a cientos de presidencias municipales, a 500 diputaciones y docenas de escaños para el Senado. Las rebatiñas que hemos visto incluso en posiciones tan visibles como la presidencia del partido en los últimos años, llevarían a pensar que el desastre de Coahuila podría repetirse en algunos o muchos escenarios. Si ni siquiera el propio Presidente pudo disciplinar a Ricardo Mejía, su ex colaborador, ¿cómo harán los dirigentes locales y nacionales para controlar a tanto oportunista que ha llegado al partido, por no hablar de la propia tradición fratricida que caracterizaba a las tribus tradicionales de la izquierda?
Tampoco quiero sacar de proporción la anterior observación. Para decirlo rápido, no está en riesgo ni la Presidencia del próximo sexenio ni el triunfo en la mayoría de las posiciones en disputa del próximo año por parte del obradorismo. Morena es y seguirá siendo la fuerza predominante en el inmediato futuro. Pero no tengo duda de que, como en Coahuila, los errores serán un factor para que la oposición compita con alguna posibilidad en más o en menos gubernaturas, en algunas presidencias municipales claves y, sobre todo, en la muy señalada mayoría o la falta de ella en el Congreso, que habrá de instalarse en septiembre próximo.
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