Andrés Manuel López Obrador tuvo el acierto de hacer a un lado a las corporaciones y sus anquilosados líderes al emprender la entrega de apoyos directos a los millones de beneficiados por sus programas sociales. Con ello evitó que una parte sustancial de esta derrama quedara en manos de dirigentes, burocracia y cuadros intermedios, como sucedía antes. De paso, debilitó la base de control político clientelar que ejercían los líderes sobre los agremiados gracias a la gestión de estos recursos. El gobierno de Claudia Sheinbaum ha mantenido está disposición. Hoy en día los apoyos populares suman más de 800 mil millones de pesos al año, la mayor parte de los cuales son entregados directamente en cuentas y tarjetas individuales de millones de personas.
Este diseño modificó la estructura del edificio político mexicano. En el pasado los líderes de las corporaciones eran pieza clave en el ejercicio del poder. Basta ver el peso de Fidel Velázquez y equivalentes en el PRI el siglo pasado, el de Elba Esther Gordillo o Carlos Romero Deschamps durante los gobiernos panistas. La Maestra obtenía posiciones en el gabinete y gobiernos estatales, Deschamps definía socios y proveedores de Pemex. Los grandes sindicatos siguen teniendo un peso innegable en materia laboral, pero su protagonismo en los primeros círculos del poder político es una sombra de lo que fue. A diferencia del PRI, Morena no los necesita como correas de transmisión para conectar a su base. La estructura de los siervos de la Nación y el músculo guinda no pasa por ellos, como sí lo hacía en el pasado.
Pero esta sana estrategia podría estar cambiando, de manera inadvertida y en gran medida involuntaria, por los efectos secundarios de dos disposiciones tomadas por el grupo gobernante.
Primero, la ambiciosa meta de filiación que se propuso Morena. Este fin de semana su dirigente, Luisa María Alcalde, publicó en redes sociales que el partido había alcanzado el objetivo de 10 millones de miembros acreditados. No es una cifra descabellada si consideramos que 25 millones votaron por este partido en 2018 y 27 millones reincidieron en 2024. No es descabellada, pero tampoco es usual considerando los patrones de comportamiento electoral en el mundo. Que se convierta en miembro uno de cada tres sufragantes es sorprendente.
Hace meses, cuando Morena anunció su cruzada para afiliar a 10 millones de mexicanos, dediqué un texto a debatir si no habría sido mejor un esfuerzo para mejorar la calidad de los cuadros, en lugar de masificar la base. Se entiende que la necesidad llevó al movimiento obradorista a reclutar funcionarios y políticos a diestra y siniestra. El resultado es una composición variopinta preocupante. Es evidente que muchos de sus cuadros, incluso dirigentes, están allí más bien por el deseo de hacer prosperar sus carreras que por un interés en los ideales y banderas del movimiento. Lejos de resolverlo, la afiliación masiva, lo profundiza.
Claudia Sheinbaum constituye la brújula moral y en ese sentido existe una garantía, en última instancia, de que las decisiones importantes de la 4T serán consistentes con los principios éticos y políticos que sostiene el movimiento. Por desgracia no es compartido por muchos cuadros que ejercen el poder de manera regular. Basta ver el desempeño de tantos legisladores morenistas o funcionarios estatales y municipales de este partido, para darnos cuenta de que nunca entendieron de qué va el llamado humanismo mexicano. La trayectoria del ex secretario de Gobernación y hoy líder del Senado, Adán Augusto López, es un caso palmario para concluir que Morena tiene un problema de fondo.
Lo verdaderamente urgente habría sido la formación ética y política de los cuadros que necesita Morena. Es mucho más útil la capacitación de 10 mil elementos congruentes con el ideario de la 4T, que 10 millones de afiliados, muchos de los cuales se incorporan al partido en el poder por la misma razón que antes se decían priistas.
Lo cual nos regresa al corporativismo. La afiliación masiva fue una maravillosa noticia para los líderes sindicales y los gobernadores morenistas más “grillos”. De inmediato el dirigente del SNTE prometió 2 millones de afiliados que habrían significado el 20% de la meta. Frente a las evidentes críticas, más tarde asumió que se trataría de una decisión individual por parte de cada maestro, pero el SNTE “estimó” que al menos un millón de sus agremiados obtendría la credencial del partido. Algunos gobernadores entendieron que era la oportunidad para movilizar grupos políticos locales, funcionarios y empleados para asegurar un peso decisivo en la estructura de Morena dentro de su entidad. Fenómeno que ya vimos en los procesos de elección de jueces a través de las urnas, ejercicio en el que algunos gobernadores se emplearon a fondo.
Sobra decir que la correlación de fuerzas dentro del partido habrá cambiado en algunas zonas del territorio y no necesariamente en favor de quienes profesan los valores del humanismo mexicano, sino de quienes operan de manera efectiva las viejas prácticas políticas. Por no hablar del riesgo de los pactos locales con el crimen organizado allá donde impera la corrupción.
El segundo factor son las movilizaciones. Por alguna razón la presidencia asumió que la mejor manera de responder a las manifestaciones de la oposición que marcharon al Zócalo a mediados de noviembre, era responder con una que la superara con creces. A los 14 mil que protestaron contra la 4T, tres semanas más tarde respondieron 600 mil que la apoyaron (según cifras oficiales). Muchos que acudieron a la plancha central forman parte de los millones de simpatizantes de los que goza el movimiento. Por desgracia, hay inercias que tienen vida propia. Las organizaciones de siempre decidieron exhibir su músculo. Resultaron obvios los contingentes con banderas de distintos sindicatos y agrupaciones, cada uno marcando su parcela para hacer visible su fuerza. Algunos gobernadores presumieron la cuota con la que se habían comprometido, se les haya o no pedido.
En resumen. Más allá de la congruencia y honestidad personal de López Obrador y de Claudia Sheinbaum, tan contrastante con el comportamiento de la clase política tradicional, es evidente que hay corrientes poderosas dentro del movimiento que en la práctica están muy lejos de compartir esos valores. Urge una estrategia al respecto, porque en algunas regiones se están imponiendo. El problema de fondo de Morena no es ganar estados y ayuntamientos en las urnas, sino la capacidad para gobernarlos de una manera distinta a como lo hacían el PRI o el PAN.