Entre las convicciones y la obediencia

Ciudad de México /
MAURICIO LEDESMA

Antes de dejar atrás el sexenio tsunami que ayer terminó, quiero abordar un detalle que parecerá ínfimo en el contexto de los movimientos telúricos que el país experimenta. Pero se trata de un “detalle” que reivindica una cualidad a punto de extinguirse en la clase política: la contradicción entre la ética personal y las consignas. Un pequeño homenaje a individuos que decidieron obedecer a sus principios por encima de la exigencia de un mando superior, aun a costa de su carrera política.

Supongo que habrá muchos casos anónimos, desde el nuevo miembro de la Guardia Nacional que prefirió retirarse antes que obedecer las instrucciones aviesas de una “manzana podrida”. El funcionario que optó por rechazar una promoción a una zona donde había que “mojarse”. El empresario que decidió abstenerse de una licitación garantizada a cambio de comprar a un comité de selección. El anonimato de muchos de estos casos impide hacer un reconocimiento; probablemente existen con mayor frecuencia de lo que creemos. Ojalá. Sin embargo, hay otros casos que no deben pasar inadvertidos porque constituyen recordatorios de que la congruencia ética no ha desaparecido del todo.

Javier Jiménez Espriú fue secretario de Comunicaciones y Transportes durante los primeros 21 meses del sexenio de López Obrador. Presentó su renuncia tras la decisión presidencial de encomendar el control de aduanas y puertos mexicanos a la Secretaría de Marina. A ojos de Jiménez Espriú, se trataba de una medida que no solo suspendía el proceso de saneamiento que su dependencia había emprendido en estas áreas; el problema es que lo entregaba a una corporación hermética, ajena a la rendición de cuentas. En alguna ocasión el ingeniero relató que había pasado buena parte de su niñez y su adolescencia en instalaciones del Ejército, porque su padre era ingeniero militar y se trasladaba durante meses a sus distintas encomiendas con todo y familia. Lo que allí vivió le convenció de que los generales tenían que estar fuera de la administración pública civil. A sus 81 años, bien llevados, le parecía una incongruencia mantenerse como titular de una dependencia a la que obligaban ceder a los militares tareas esenciales para la comunicación y la economía del país. Se fue sin aspavientos ni victimismos; prefirió sacrificar cuatro años como ministro de Estado que traicionar sus convicciones.

Jaime Cárdenas es un abogado y académico prestigioso con varias incursiones en la vida política. Entre otras cosas, fue consejero ciudadano del IFE de 1996 a 2003, diputado federal por el PT de 2009 a 2012, pero esencialmente ha sido miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. El 2 de junio de 2020 el Presidente lo designó titular del Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado, o Indep. Unos meses más tarde se le ordenó transferir 2 mil millones de pesos de esta institución para pagar el premio correspondiente a la rifa del avión presidencial. Como se recordará, meses antes el fiscal de la República, Alejandro Gertz Manero, había entregado un cheque simbólico por esa cantidad al Presidente, que ahora debía hacerse efectivo. El problema es que ese dinero correspondía al Infonavit tras un litigio entre esta institución y empresarios inmobiliarios; por ley los recursos debían ser reintegrados al patrimonio del Instituto de la Vivienda y no podían ser procesados por el Indep como había prometido el Presidente. Cárdenas se negó a violar la ley. Al presentar su renuncia fue tachado de ingenuo por no entender que había “razones de Estado” más importantes que un prurito legaloide. El ex funcionario asumió que lo que en verdad estaba en juego eran sus principios. También él, sin rebozados indignados ni mayor explicación, creyente aún en la 4T, optó por retirarse a la academia.

Arturo Herrera no tuvo que renunciar. Lo renunciaron. Herrera fue secretario de Hacienda de julio a julio de 2019 a 2021. Cometió un acto de deslealtad política imperdonable para los criterios de la 4T. Había recibido la instrucción de retrasar la entrega de participaciones federales a algunas entidades gobernadas por la oposición, hasta la segunda mitad del año, para impedir que esos gobiernos lo utilizaran en las campañas de la elección de ese verano, en lugar de aplicarlo al gasto regular. Tenía una lógica política impecable, salvo que contravenía el legítimo derecho amparado por el pacto republicano. Herrera asumió que no podía eludir completamente ese derecho y entregó algunas de las partidas más urgentes en aras de no interrumpir los compromisos que, a su vez, las tesorerías enfrentaban en sus entidades. La molestia en Palacio Nacional se tradujo no solo en la separación de su puesto, también en la cancelación de su designación como relevo en el Banco de México, que ya había sido anunciada. Actualmente se desempeña como funcionario de un organismo internacional en Washington.

Alejandro Encinas no ha corrido con tales infortunios. Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que la congruencia con sus propias convicciones, estemos o no de acuerdo con ellas, ha obstaculizado un protagonismo en los gobiernos de la 4T congruente con sus méritos profesionales. Recordemos que él fungió durante más de un año como jefe de Gobierno de Ciudad de México en 2005-2006 cuando López Obrador solicitó permiso para lanzarse a su primera candidatura presidencial. Previo a eso había sido el secretario general de Gobierno de la capital. Y si bien ha sido tres veces diputado, una y otra vez ha visto cómo el jefe máximo ha optado por otros cuadros con menos experiencia pese a su interés o disponibilidad. Nunca fue aceptado como candidato al gobierno de Edomex, ni designado para encabezar alguna secretaría. Vio pasar por delante de él a personajes recién llegados como Germán Martínez en su momento (designado director del IMSS) o jóvenes con indudables méritos pero sin experiencia como Luisa María Alcalde o Román Meyer. Su papel como subsecretario en este sexenio y su eventual salida por una actitud rigurosa frente a los militares en el caso de Ayotzinapa son indicios de la incomodidad que representa alguien con criterios propios frente a las consignas políticas del momento.

No entro a la discusión de las situaciones puntuales que llevaron a estos personajes a tomar las decisiones que tomaron. Cada caso es distinto y, por lo demás, para un jefe de Estado existe una lógica, desde la perspectiva de conjunto, que no siempre coincide con los valores específicos de algunos de los actores. El llamado mal menor o la necesidad de conciliar los principios con la irritable realidad que enfrenta la autoridad máxima de un organismo complejo. Pero habría que respetar profundamente y recordar a aquellos que, con razón o sin ella, eligieron sus principios aun a costa del protagonismo o de su éxito profesional. 


  • Jorge Zepeda Patterson
  • Escritor y Periodista, Columnista en Milenio Diario todos los martes y jueves con "Pensándolo bien" / Autor de Amos de Mexico, Los Corruptores, Milena, Muerte Contrarreloj
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