López Obrador, el principio del fin

Ciudad de México /
Alfredo San Juan

Andrés Manuel López Obrador aseguró este lunes que en tres semanas pasará la estafeta de “líder del movimiento” a quien resulte ganador de la encuesta interna de Morena. Como se recordará, los partidos políticos se vieron obligados a inventar eufemismos para adelantar sus elecciones “primarias” meses antes de que la legislación electoral vigente lo permitiera. En Morena el título utilizado fue Coordinador de Defensa de la Cuarta Transformación. Parecía una simple casaca destinada a desaparecer en diciembre, el día mismo en que los candidatos a la Presidencia estén autorizados a circular como tales. Pero López Obrador ha asumido el título provisional como una auténtica responsabilidad, al menos de palabra. Él seguirá encargándose del gobierno y las tareas de administración, aseguró, pero será la corcholata ganadora quien asuma la dirección del movimiento.

¿En qué consiste? ¿Es realista considerando el peso abrumador del líder histórico? Primero revisemos las implicaciones de lo que eso supone si, efectivamente, se lleva a la práctica. Obradorismo, proyecto de la 4T, humanismo mexicano o como quiera llamársele, son nociones que no admiten definiciones categóricas ni límites exactos. No obstante, sus componentes esenciales están a la vista (y habría otros): un líder carismático y guía político; la relación de éste con amplios sectores populares que lo aceptan como tal; el tutelaje moral y político por parte del fundador sobre los cuadros orgánicos e inorgánicos que forman el obradorismo; el gobierno federal conducido por este hombre; el partido político que funge como correa orgánica con el sistema político mexicano.

Muy poco de todo esto puede transmitirse dentro de tres semanas, más aún cuando a López Obrador le resta un año de ejercicio de poder presidencial. Tradicionalmente la llamada cargada era un fenómeno real: la clase política, la élite, los medios de comunicación y en general la atención de la opinión pública sufría un desplazamiento en el quinto año de gobierno del presidente en funciones al probable siguiente soberano. Con toda razón, los protagonistas de la vida nacional preferían cortejar a quien tenía por delante seis años de poder que a quien no estaba en condiciones de emprender nuevos proyectos y comenzaba a preparar la mudanza.

Pero como tantas cosas en la vida política, los tiempos de López Obrador son inéditos; muchas de las reglas no escritas, pero siempre respetadas, se han hecho trizas. Los presidentes solían ser el mandamás del partido en el poder; pero lo eran con fecha de caducidad, solo durante su turno. El caso del tabasqueño es diferente: el partido es la concreción del obradorismo, un partido fundado en torno a su cruzada política. En el fondo, el partido es de él. Y, paradójicamente, es lo único que efectivamente puede transmitir cuando entregue el bastón de mando del movimiento, dentro de tres semanas. Lo demás difícilmente porque son intangibles, salvo la silla presidencial pero eso será hasta dentro de 12 meses.

Hasta ahora el Presidente ha mantenido una actitud relativamente laxa frente a Morena. Se mete poco, y de allí en parte las desaseadas guerras intestinas entre la dirigencia, pero cuando lo hace es categórico. Sea la selección de un candidato que le interesa en particular o las reglas de la sucesión, que dictó de manera puntual. Supongo que entregar el partido a su relevo es a lo que él se refiere cuando habla de trasladar la conducción del movimiento desde ahora. Después de todo, Morena es un acrónimo de Movimiento Regeneración Nacional.

No sería poca cosa. En los siguientes meses el partido deberá elegir candidatos para miles de puestos de elección popular, desde gobernadores hasta regidores. Buena parte de la “cargada” justamente se origina en las expectativas por este reparto (otra parte, es cierto, por la posterior distribución de cargos en la administración pública). ¿Quién decidirá las posiciones más disputadas?: nueve gubernaturas, plurinominales para senadores y diputados, alcaldías importantes. ¿Quién tendrá derecho de veto? Normalmente esta tarea la hacía el equipo del presidente en funciones, imprescindible para pagar compromisos, cubrirse las espaldas, asegurarse de influir en áreas de especial interés. Pero era frecuente la consulta o la capacidad de veto por el candidato oficial en casos particularmente sensibles o personales. En Morena algunos de estos puestos serán definidos por encuesta, pero no la mayoría; e incluso en tales casos el peso de las decisiones políticas resulta evidente.

¿Es eso realmente lo que López Obrador estaría entregando a Claudia Sheinbaum, a Marcelo Ebrard o a quien gane dentro de dos semanas? ¿Arbitrar el proceso de definición de candidaturas para el próximo sexenio? En teoría, tendría sentido. Después de todo, son los equipos con los que el próximo ocupante de Palacio Nacional se sentiría más cómodo. Evita desgastes innecesarios y facilita la gobernabilidad para el timonel.

Pero la inercia política no hará fácil tan graciosa concesión. Primero, porque va en sentido contrario a algunas decisiones de López Obrador cuando habla de entregar el poder no a una persona, sino a un equipo. Si se ha tomado la libertad de predeterminar a los coordinadores del Senado y de la Cámara de Diputados de 2024 en adelante, una decisión que solía corresponder en la práctica al mandatario entrante, no veo fácil que renuncie, él y su círculo, a participar en la definición de los nuevos equipos. Segundo, porque en efecto, el que sale tiene compromisos, recompensas a repartir, gratitudes por asumir. Cuando se realice la distribución de plazas en la nueva administración él será ex presidente y estará en su rancho; podrá hacer alguna observación sobre un puesto que le resulte significativo, pero es ahora, en el reparto de escaños y gobiernos estatales, cuando está en condiciones de hacer los necesarios reconocimientos a su equipo.

Esto por lo que toca a Morena y la definición de candidaturas. Otros elementos de la supuesta transición son todavía más complicados. El carisma es intransferible, el liderazgo político y moral en gran medida también lo es. En fin, lo sabremos cuando suceda porque, insisto, con López Obrador no hay reglas fijas. Pero esta primera transición nos habla ya de la intrigante situación, también única (al menos desde hace 100 años), que habremos de encarar el próximo sexenio: un mandatario en Palacio Nacional (Claudia o Marcelo, muy probablemente) apoyado en una fuerza política cuyo líder histórico residirá en otro lado. ¿Es posible dejar de mandar cuando se tiene un poder real, quiérase o no? Una ambivalencia que podría tener versiones benignas o malignas. Lo que realmente suceda con esta transición del movimiento que se anuncia para septiembre ofrecerá pistas para anticipar tales desenlaces.


  • Jorge Zepeda Patterson
  • Escritor y Periodista, Columnista en Milenio Diario todos los martes y jueves con "Pensándolo bien" / Autor de Amos de Mexico, Los Corruptores, Milena, Muerte Contrarreloj
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