Las muchas señales de que el presidente Andrés Manuel López Obrador aparentemente privilegia a Claudia Sheinbaum en la lista de aspirantes a sucederlo ha obligado a su principal rival, Marcelo Ebrard, a acelerar el paso, a salir de la zona de confort, a presionar en favor de sus argumentos. El sábado pasado, ya lo vimos, reunió a 10 mil personas en la presentación de una estructura orgánica y territorial, una base social y operativa, para impulsar su proyecto político. Si bien el acto formalmente fue convocado con el anodino objetivo de solicitar que sea Marcelo quien dirija los comités de defensa de la cuarta transformación, nadie pone en duda que se trata del gran primer paso para dar cuerpo a las aspiraciones presidenciales del canciller.
Aunque en estricto sentido es el primero de los candidatos que lo hace, en la práctica es una respuesta al ineludible hecho de que Claudia Sheinbaum en cierta manera ya cuenta con esa estructura, toda vez que la mayoría de los gobernadores de las entidades dominadas por Morena le son favorables, por no hablar de la sensación que tienen propios y extraños de que las dirigencias del partido acusan un sesgo en favor de la alcaldesa de la Ciudad de México.
Abrir cartas tan anticipadamente, desde luego tiene un costo, pero el cuarto de guerra de Ebrard habrá juzgado que era aún más costoso quedarse cruzado de brazos ante la bola de nieve en torno a la candidatura de Sheinbaum. La política es un asunto de percepciones; el fenómeno de la cargada se vuelve una profecía autocumplida, porque hay un punto crítico tras el cual “nadie” quiere quedarse afuera. La exhibición de los seguidores de Marcelo Ebrard del sábado pasado constituye un pronunciamiento estentóreo para argumentar que esto aún está lejos de haberse decidido.
Lo cierto es que la contienda por la sucesión se ha reducido a estas dos opciones, a juzgar por las encuestas. Ambos vencerían sin ninguna dificultad a cualquier combinación que presente la oposición; no es el caso, en cambio, de la tercera corcholata destapada por el Presidente, Adán Augusto López. Según sondeos, en caso de encabezar la boleta por parte de Morena, el secretario de Gobernación conseguiría un margen de victoria tan estrecho que terminaría poniendo en riesgo el resultado de la elección.
Reducido en la práctica a estas dos opciones, habría que considerar los criterios que tendría en mente López Obrador al deshojar la margarita (porque no nos engañemos, encuesta de por medio, los morenistas elegirán a quien su líder parezca favorecer). El Presidente ha dicho que quien lo suceda será uno de estos, que son sus hermanos, y que hará una loable gestión de “continuidad con cambio”: ese es el mantra obradorista para describir el próximo sexenio. El problema es el énfasis que quiera dar a cada palabra de esta mancuerna. Se asume que Claudia Sheinbaum, crecida esencialmente en el obradorismo, garantiza la continuidad, mientras que Ebrard, un político aliado de AMLO y con trayectoria propia, favorece el cambio sin exabruptos. Sin embargo, las fortalezas de cada uno se convierten también en sus debilidades.
En la mayoría de las encuestas Sheinbaum supera ligeramente en intención de voto a Marcelo Ebrard, tan ligeramente que podría entrar en márgenes de error (aun cuando desde hace meses esa ventaja ha sido consistente). Con cualquiera de ellos Morena gana un sexenio más, pero quizá gana de distinta forma. Si Sheinbaum es la candidata de la continuidad con cambio, Marcelo lo es del cambio con continuidad. Cuestión de matices donde el matiz lo dice todo. Y no se trata de un juego de palabras porque el correlato político no es menor.
El argumento de Marcelo Ebrard es que, al ser el candidato del cambio con continuidad, será capaz de atraer el voto de sectores medios, incluso de electores del centro ideológico, que se han ido distanciando del obradorismo por una razón u otra, pero que están lejos de abrazar alternativa alguna de la oposición. Y para nadie es un secreto que algunos empresarios cercanos al Presidente abogan por esta opción. En caso de ser candidato de Morena, supone Marcelo, tendrá cien por ciento de los votos de los simpatizantes del movimiento, porque nadie de la oposición lo rebasaría por la izquierda ideológica ni los radicales votarían en su contra, y además podría atraer a muchos electores adicionales de los sectores medios. Según esta tesis, eso daría al presidente entrante una composición más favorable en el Congreso y con mayores consensos entre los grupos sociales para impulsar el proyecto de cambio del obradorismo.
El contraargumento de los seguidores de Sheinbaum no es menos contundente: si la victoria no está en peligro, ¿para qué arriesgar la esencia del obradorismo con alguien que la pondría en riesgo?, una frase que, asumo, constituye música en los oídos del Presidente.
Habría que estar consciente de que en todo este tema hay un elefante rosa en la habitación del cual nadie desea hablar (aún). El hecho de que en la práctica la carrera presidencial se reduzca a estas dos opciones abre la inevitable pregunta de lo que pasaría con el precandidato derrotado, una vez que Morena elija a su abanderado. En el hipotético caso de que la decisión no favorezca a Claudia Sheinbaum, tendríamos que asumir que se trataría de un veredicto del Presidente y, en ese sentido, difícilmente cabría el escenario de una rebelión de su parte. Además de la lealtad que se da por descontado, fuera de Morena los partidos de oposición le serían ajenos. Pero no es el caso de Ebrard, al margen incluso de lo que haga o deje de hacer. Es tan flaca la caballada del PRI y del PAN, y en general del proyecto conjunto Va por México, que en el caso de que el canciller quede “suelto” habrá más de un interesado en la posibilidad de ficharle. Lo cual nos lleva al párrafo inicial: una estructura de 10 mil operadores paralelo e independiente de Morena sirve para muchas cosas. Pero esa es otra conversación.
Jorge Zepeda Patterson
@jorgezepedap