Razones para indignarse hay de sobra. Unos, porque asumen que no pueden cruzarse de brazos ante “el atropello” de una ley que tiene como propósito ponerlos de rodillas y fue tomada en contra de su voluntad. Otros, porque interpretan que la huelga de los trabajadores del Poder Judicial y la resistencia de la Suprema Corte es realizada a sabiendas de que no tienen posibilidad de cambiar nada, salvo tomar revancha o el consuelo de elevar la factura política y desestabilizar al nuevo gobierno.
La confrontación tiene lugar en tres campos de batalla. El jurídico, en el que el gobierno tiene todas las de ganar. La mayoría de los constitucionalistas entiende que la Corte no tiene atribuciones para oponerse a una modificación de la Constitución por parte del Congreso, tomada en los términos establecidos por la ley. Pero incluso si los ministros emiten un fallo en contra, la controversia terminará favoreciendo a la suma de dos poderes frente al tercero.
Otro frente es el de la opinión pública. Podemos asumir que la mayor parte de los medios de comunicación críticos a la 4T defenderá la causa de la Corte, pero el grueso de la población aprobará el punto de vista del gobierno. Ya sabemos el saldo de tal confrontación, pues lo vimos en la elección del 2 junio. No es eso lo que preocupa a Claudia Sheinbaum.
Lo que incomoda es el tercer frente. Lo que pueda generar en los mercados financieros y en las decisiones de inversión del sector privado nacional y extranjero. Hasta ahora, a juzgar por la cotización del peso, la primera semana de trabajo de Sheinbaum ha sido bien recibida o, por lo menos, no ha provocado nerviosismo en el muy sensible mercado cambiario. Pero imposible conocer el efecto que tendría en las perspectivas de inversión por parte de los empresarios una batalla judicial en términos de todo o nada y resuelta por knockout en favor del gobierno.
Las dos partes del conflicto quedaron atrapadas por la cadena de consecuencias de una decisión tomada por el presidente anterior. Solo podemos especular sobre las razones que llevaron a López Obrador a escoger esta vía para emprender la reforma judicial. Tras el triunfo del plan C, que le otorgó al mandatario una mayoría constitucional durante el mes de septiembre, él se aseguró de que su reforma fuera aprobada fast track y en los términos definidos en Palacio Nacional. Como se recordará, consciente de las olas que esa ruta provocaba, Sheinbaum propuso un proceso de dos meses de consultas y conversaciones con cuadros y trabajadores judiciales, abogados, escuelas de derecho y en general con la comunidad involucrada, para rebotar y ajustar en conjunto el proyecto original. No obstante, unas horas después su propuesta fue desautorizada por los coordinadores de Morena en la Cámara, cuando declararon que esas mesas de diálogo serían meramente informativas, porque la iniciativa del presidente no se modificaría. Imposible saber el impacto que habría tenido la ruta propuesta por Sheinbaum, pero es probable que la huelga de los trabajadores se hubiera evitado con la mera incorporación de algunas medidas en respuesta a sus temores. La resistencia tiene que ver con aspectos puntuales, pero también hay un componente emocional por la percepción de que fue una ley tomada sin considerar sus puntos de vista.
Así las cosas, las dos partes parecerían sentirse obligadas a desempeñar el rol que les fue asignado por un dramaturgo que ya no está en funciones o por lo menos no en el escenario. Los ministros tendrían que entender que Sheinbaum no está en posibilidades de modificar lo que constitucionalmente se ha aprobado, ni por razones jurídicas y mucho menos políticas. En otros textos he señalado que quienes esperan un deslinde público de la nueva presidenta respecto a López Obrador no entienden que eso significa darse un balazo en el pie. Gobierna gracias al apoyo de 60 por ciento de los ciudadanos, la mayoría de los cuales se inclina por la continuidad. Los cambios que ella vaya a hacer, y los habrá, serán incorporados sin que parezca un deslinde o desautorización a lo realizado por su predecesor.
Pero el gobierno también tendría que entender la posición en la que se encuentran los miembros del Poder Judicial, Corte incluida, frente a un proyecto que les cambia la vida. Por supuesto que hay nepotismo, complicidades y corrupción que deben ser desterrados, eso no está en juego. Y también es evidente que la elección popular de los cuadros judiciales no tiene vuelta de hoja.
Sin embargo, la inercia de la confrontación en la que están entrampados precipitaría el peor de los escenarios para ambas partes y para el país en su conjunto: el que lleva simplemente a una especie de inmolación por parte de ministros y jueces para hacer cara su derrota. Y, por lo que respecta al gobierno, resultan lamentables las abolladuras innecesarias. Atrincherarse en la noción de que el mandato popular les legitima o que la ética está de su parte debido a la podredumbre del sistema, provocará oleajes en un mar de por sí embravecido por otras tormentas, esas sí inevitables (inseguridad pública, financiamiento del gasto público, la perspectiva de Trump, el declive de la economía mundial y nacional, entre otros).
Es el tiempo de la política fina. La de los operadores en corto capaz de construir puentes. Aquella que no reside en buscar la derrota definitiva del contrario o de la que encarece la victoria del vencedor, sino aquella que explora condiciones para transitar a un nuevo escenario con la participación de los actores involucrados, aunque sea para ofrecerles una salida decorosa de la crisis. La correlación de fuerzas es desigual en favor del gobierno, sin duda, pero eso no impide involucrar a la otra parte en la reconstrucción de lo que habrá de venir. Sheinbaum había propuesto una ruta de diálogo. Ciertamente los márgenes de negociación para ella misma se cerraron con la aprobación del texto constitucional. Pero la discusión de las leyes secundarias y los aterrizajes tendrían que ser manejados de tal forma que ofrezca un espacio para escuchar y aquilatar los argumentos y preocupaciones de miembros del Poder Judicial. Y no olvidemos que esta resistencia del Poder Judicial, legítima o ilegítima según cada quien la mire, se alimenta por la inconformidad con el contenido de la ley, pero también por la manera en que fue aprobada.
Siempre puede haber justificaciones para mantener la indignación y el encono. Pero también siempre hay espacio para explorar formas de convivencia en medio de nuestras diferencias, si hay voluntad de hacerlo. Ese es el trabajo del buen político. Más allá de la necedad o la provocación de los que se sienten ofendidos, es la soberana, en posesión del bastón de mando, quien decidirá cómo quiere resolverlo. No, no se está jugando la suerte del sexenio de una vez y para siempre. Pero sí se están estableciendo pautas de la manera en que se habrán de encarar los conflictos.