Regalos de Navidad

Ciudad de México /

Las vacaciones de fin de año y los trajines navideños desaconsejan asestar a los lectores un texto más sobre los duros avatares por los que transcurre la vida en los tiempos que corren. Por lo general y desde hace más de una década aprovecho esta temporada para recomendar libros y películas, y seguramente lo haré en los próximos días.

Pero luego de tres posadas en cuatro días y en vísperas de la Navidad es difícil ponerse a pensar en otra cosa que no sea el papel de envolver y la cinta scotch, la cerveza Noche Buena, los brindis de borrachos y las versiones cada vez más creativas de guisados de bacalao.

Como cada año llega a todos el momento de enfrentar el angustiante trámite de elegir regalos que estén a la altura de las expectativas del homenajeado y, sobre todo, de nuestras expectativas respecto a la imagen que el regalo elegido debe decir de uno mismo.

De alguna forma la elección de juguetes a los niños (hijos, nietos o sobrinos) se ha simplificado, gracias a que todos ellos se han convertido en consumidores de gustos definidos con precisión quirúrgica. No se trata ya de un juego digital, una bicicleta o unos tenis. La petición, explícita o subrepticia, prácticamente es un código de barras del objeto deseado. Los infantes son usuarios extraordinariamente sofisticados que no se conforman con menos. Tienen claro el modelo, el color, el número de serie de la única pieza del universo que cumplirá sus expectativas. Adiós a la sensación de nuestra infancia, hoy anacrónica, de abrir regalos sin destino manifiesto. Buena parte de la fascinación del momento tenía que ver con el suspenso y el desenlace podía ser cualquiera. Hoy los abren con la disposición de quien cumple un mero gesto de confirmación, muy parecida a la de un adulto destapando la caja de un pedido de Amazon. Con usuarios tan exigentes, solo caben dos reacciones: la satisfacción automática de quien no esperaba menos o la frustración abismal de quien entiende que el universo lo ha estafado.

En muchas dinastías no falta la tía que va por la vida familiar pregonando su espíritu libre, aunque su huipil proceda de la boutique de rigurosa moda, decidida a combatir el consumismo rampante de sobrinos condenados por la falta de imaginación de sus padres. Convencida del poder creativo que engendrará vocaciones y desatará talentos, ofrece regalos con la generosidad de quien revela claves sobre sí misma: el libro de dibujos grafiti, el  juego de mesa ingenioso, el kit de acuarelas de materiales orgánicos, el álbum de origamis de papeles importados. Aunque luego pase una buena parte de la noche intentando mostrar lo divertidos que son a los ingratos sobrinos, desencantados desde el momento mismo que se dieron cuenta que el regalo destapado carecía de baterías o una pantalla digital decente.

Con todo, se agradece la puntería de precisión de los niños, que deja atrás la incómoda incertidumbre de imaginarse gustos o de atinar a las tallas de muchachos que crecen, como las obras públicas, por encima de cualquier cálculo. El único dilema reside en encontrar la dichosa pieza o tener el presupuesto para financiarlo.

Mucho más difícil es dilucidar el regalo clave de la fiesta navideña familiar que escapa al código asumido de “solo a los niños y el de intercambio”. Aquél que todos están obligados a llevar: ya sea al padre o a la madre, al abuelo patriarca, a la tía anfitriona de todos los años. Hay familias para quienes este regalo acaba convertido en arena de disputa o supuesto termómetro del amor de los hijos por la madre o el abuelo. No solo porque el valor del presente constata el éxito económico, o la falta de él, entre los hermanos, yernos y nueras incluidas. También revela el gusto o la puntería para elegir aquello que ilumine el rostro de la beneficiada o, por el contrario, termine convertido en el siguiente roperazo.

Y luego está el famoso intercambio. Un terreno absolutamente pantanoso en familias en las que la fiesta navideña suele ser un campo minado. Particularmente cuando uno es el ingenuo que se atuvo, literalmente, al límite de precio acordado, y el mono de peluche o la gorra de los Dodgers queda abandonado como muda muestra de nuestra tacañería.

Unos más otros menos, todos hemos experimentado versiones de lo anterior. Y no obstante, nada nos desanima. Afrontamos con resignación la fiesta navideña, un poco con la esperanza de librar lo más dignamente posible el trámite pero también, cómo no, de encontrarnos con ese que hemos sido a lo largo de las navidades. Una experiencia única y personal pero dentro de la tribu a la que se supone pertenecemos. Noches de amor y paz, aunque no siempre lo parezcan.

Moisés Butze


  • Jorge Zepeda Patterson
  • Escritor y Periodista, Columnista en Milenio Diario todos los martes y jueves con "Pensándolo bien" / Autor de Amos de Mexico, Los Corruptores, Milena, Muerte Contrarreloj
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