El significado de la matanza salvaje y arbitraria de una decena de jóvenes en Salvatierra, Guanajuato, va más allá de una estadística infame más. El número de fallecidos representa apenas la quinta parte del promedio de ejecuciones que ocurren en nuestro país cada uno de los días del año. Y, sin embargo, la masacre provocó una noticia que dio la vuelta al mundo y en México oprimió el corazón de padres y jóvenes, al confrontarnos con el hecho evidente de que la violencia es indiscriminada, puede alcanzar a todos, y convierte a nuestros hijos en población en riesgo, sujetos a las leyes del azar.
Sacudidas como esta confirman la noción de que el país está fallando en materia de seguridad o que lo que está haciendo resulta demasiado lento e insuficiente. La tentación de politizarlo es irresistible para los actores de la escena pública. La oposición intenta elevar la factura convirtiendo la percepción de inseguridad en ariete para desvirtuar al gobierno de la 4T en su conjunto. Por su parte, López Obrador devuelve la acusación, afirmando que la descomposición obedece a un proceso de varias décadas, resultado de la incapacidad e impotencia de administraciones anteriores.
El asunto es demasiado delicado para asumir conclusiones a partir de la propaganda que hace uno y otro lado de la ecuación política. Desde luego la estrategia de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto no funcionó; recibieron el poder con una cifra de muertos y lo entregaron con una más alta (Calderón recibió con 10 mil y lo dejó en 26 mil; Peña Nieto pasó de estos 26 mil a 36 mil). Ni la vía del fortalecimiento de las policías, ni la utilización del ejército en los famosos golpes de avispero tuvieron éxito. López Obrador terminará su gestión con una cifra roja menor a la que recibió (pasará de 36 mil a algo en torno a 30 mil). ¿Significa que algo ha comenzado a funcionar? Sí y no. La reducción es aún pequeña, pero en efecto al menos rompió la inercia de crecimiento, estabilizó la cifra en una meseta y los dos últimos años habrá comenzado a descender, aunque de manera modesta. Por desgracia aumentó la extensión y el control del crimen organizado en las zonas que domina. Menos muertes no siempre significan una disminución del peso de las bandas, en ocasiones es lo contrario; pues el control absoluto disminuye fricciones con rivales.
¿En qué consistió la estrategia de este gobierno? Sostengo la idea de que, aunque López Obrador no lo diga así, intentó un plan de pinzas. Por un lado, a partir de la noción de que el Estado carecía de la capacidad de fuego que ostenta el crimen organizado y había perdido el control de bolsones regionales importantes, lanzó un doble objetivo: recuperar el territorio mediante la instalación de más de 500 cuarteles y generar una fuerza de 170 mil elementos, agrupados en la GN, capaz de enfrentar en igualdad “bélica” a los cárteles. El propósito de fondo era ofrecer a su relevo la posibilidad de combatir cara a cara a los criminales, alternativa que, para ser honestos, él no tuvo. Simplemente no había con qué. Esta tarea no está completa y se encuentra al 75%. Mientras que no se consiga llevarla al 100%, el gobierno ha decidido no confrontar directamente, sino simplemente patrullar, mostrarse e instalarse, con la esperanza de que, al menos, eso inhiba el despliegue de los criminales.
La segunda parte de la pinza consistió en el famoso exhorto “abrazos no balazos”. Una especie de tregua con la esperanza de que, al ofrecer no confrontarlos, los narcos evitarían excesos. Con esto López Obrador buscaba ganar tiempo y congelar las cosas mientras construía e instalaba en el territorio una fuerza capaz de enfrentarlos.
La estrategia ha sido menos exitosa de lo que se esperaba: primero, porque los capos aprovecharon la tregua para expandirse a nuevas áreas de explotación y ampliaron sus territorios físicos. Segundo, porque la mera presencia de la GN, sin entrar en combate ni persecución, no amedrentó en absoluto a los criminales.
Queda a debate si la ligera disminución de la estadística de delitos compensa el aparente fortalecimiento cualitativo en el control asfixiante que las bandas ejercen en sus territorios.
La pregunta de fondo es: ¿funcionará este esquema una vez que la construcción de cuarteles y GN esté completado? ¿emprenderá el Estado mexicano una confrontación física a lo largo del territorio para intentar erradicar a las bandas? ¿podemos permitirnos los muchos daños colaterales que tal confrontación desencadenaría?
En realidad, son preguntas cuyas respuestas ya no competen a este sexenio. Mucho dependerá de la actitud del próximo gobierno al respecto. Si consideramos la política sobre seguridad pública de Claudia Sheinbaum en la Ciudad de México, observaremos que ella privilegió una visión civilista policiaca, no castrense. Mientras que buena parte de los gobiernos estatales, incluyendo los de oposición, designaron a un militar en funciones o retirados para hacerse cargo de la tarea, ella optó por un criminalista, Omar García Harfuch. Ante el factible pronóstico de que ella asuma la presidencia, existe una alta posibilidad de que la ambiciosa y prolongada tarea en la que se empeñó López Obrador, para ofrecer a su sucesor una fuerza de combate militarizada capaz de combatir a las bandas, ni siquiera sea contemplada. Lo sabremos dentro de algunos meses.
Lo que sí sabemos es que el problema no va a resolverse solo y, peor aún, que lo que ahora tenemos parece insuficiente. Ya es la principal preocupación ciudadana y me temo que no hará sino crecer, y con toda razón. Tragedias como la de Salvatierra no pueden ser banalizadas o normalizadas; deben ser inadmisibles. Y, lo peor, es que en el fondo sabemos que no será la última. Esperemos que la respuesta de quien quiera que asuma el poder el 1 de octubre del próximo año tenga una propuesta a la altura del desafío.