Los militares llegaron para quedarse, más allá de la opinión que el asunto le merezca a cada uno de nosotros. En algunas regiones aplauden el arribo de los soldados, en otras no ocultan el temor que inspiran; encuestas van y encuestas vienen. El gobierno destaca la disciplina y la lealtad de las instituciones castrenses; prensa e intelectuales alertan sobre los enormes riesgos que representa “la militarización” del poder. Peligro o no, es un hecho que estamos entrando en una nueva etapa en la relación con el Ejército. El gobierno ha recurrido a ellos cada vez en mayor medida en materia de construcción de la obra pública, gestión administrativa y, sobre todo, en aspectos esenciales de la seguridad pública. Con los últimos cambios legislativos, Andrés Manuel López Obrador ha conseguido que el protagonismo militar se haga irreversible al menos al corto y mediano plazo, es decir, este sexenio y el siguiente.
Este protagonismo pone en duda las reglas no escritas que definieron las relaciones entre el poder militar y el poder civil en México en los últimos setenta años. El gobierno de la cuarta transformación modificó este equilibrio y habrá que encontrar uno nuevo dentro del cambio.
Más allá de calificar de correcto o incorrecto y llevar agua al molino de la discordia política, habría que asumir cierta incómoda dosis de realismo. Podemos diferir sobre el modo en que Andrés Manuel López Obrador decidió hacerlo, pero no en la dirección de estos cambios. Desde los años setenta, uno tras otro, los gobiernos mexicanos decidieron involucrar a los militares en el combate al narcotráfico. La tendencia se profundizó con Felipe Calderón cuando el tema de las drogas pasó del trasiego al control territorial y se diversificó y amplió la agenda de actividades delictivas y el crimen organizado penetró profundamente en el tejido social.
Lo que ahora ha sucedido no es más que la culminación de la incapacidad del poder civil para responder a la expansión incontenible de los cárteles. Podemos glorificar el equilibrio político anterior, que constreñía severamente a los militares ante el poder civil, pero habría que reconocer que ese orden civil fracasó en la tarea de construir un Estado de derecho, con las correspondientes policías profesionales capaces de hacerse cargo del cumplimiento de la ley. Las razones de esa incapacidad son variadas, pero en ellas subyace la resistencia de la clase política y los sectores acomodados a renunciar a los privilegios que les concedía la corrupción, la impunidad y un acceso diferenciado a la justicia. La factura que finalmente nos cobró la inexistencia crónica de un Estado de derecho es justamente la situación de emergencia que obliga a echar mano del último de los recursos: el Ejército.
Pueden y deben cuestionarse los riesgos de la decisiones que ha tomado AMLO en materia de “militarización”, pero esa crítica no puede hacerse haciendo abstracción de la situación de que el orden anterior destruyó la capacidad de respuesta del sistema frente a este problema.
Contra lo que muchos de sus adversarios sostienen, las decisiones tomadas por López Obrador no corresponden a una opción ideológica o a una inclinación personal, sino esencialmente a una postura realista. El Presidente ha reconocido que, frente a su inicial tesis de regresar los soldados a los cuarteles, la gravedad de la situación le hizo cambiar de opinión. Podemos no coincidir con él en este cambio de posición, pero habría que asumir que lo hizo a partir de la privilegiada información que le proporciona la cabina de mando del país. Tras más de 800 reuniones de seguridad tendríamos que asumir que ninguna autoridad había tenido la información puntual sobre el estado de la violencia y la capacidad de los poderes salvajes que tiene el Presidente. Y es para quitar el sueño que, justamente la autoridad más informada al respecto, haya llegado a esa conclusión.
Pero me parece que en la intención del Presidente influye también la enorme desconfianza que le inspira la irresponsabilidad de la clase política, de allí su deseo de hacer irreversible la presencia de los militares. Esa, me parece, es la apuesta de alto riesgo. Puedo entender que la capacidad de fuego de los criminales haya superado la posibilidad de respuesta de los cuerpos policiacos, sean federales o locales, por lo menos al corto y mediano plazo, y que la situación insostenible en tantas regiones obligue a recurrir a este recurso. Sin embargo, en la institucionalización de un nuevo status quo hay un deseo de neutralizar los intentos que desde el poder civil se hagan para sujetar la intervención militar o para utilizarla con fines políticos.
Puedo entender el origen de esa desconfianza hacia los políticos, pero no es fácil explicar la casi incondicional fe que deposita en los militares. Es cierto que la lealtad del Ejército al Ejecutivo ha sido una constante. Y no hay duda de que existe una luna de miel entre ellos y el actual mandatario. Pero habría que preguntarse qué podría suceder una vez que AMLO no esté en Palacio y los generales y su nuevo protagonismo sean puestos a prueba por un líder con el que puedan tener diferencias.
El problema con las instituciones es que, como si fueran un organismo celular, están hechas para sobrevivir y crecer. Está en su ADN. Pretender que reduzcan su protagonismo por voluntad propia resulta un tanto ingenuo, particularmente cuando se ha construido la narrativa justificante de que en la gestión de asuntos públicos son más eficientes que la administración civil. Su lealtad a la patria y su vocación de servicio está fuera de toda duda; la pregunta es ¿qué noción de patria concebirán en determinadas circunstancias y en qué medida coincidirá o no con la de otros sectores de la sociedad? Particularmente si su noción de patria es una que esté estrechamente vinculada al protagonismo que hoy ejercen. Al quitar mecanismos de contrapeso sobre el Ejército, dotarlos de accesos presupuestales ajenos al poder Legislativo y ampliarles atribuciones judiciales sobre los ciudadanos el Presidente está haciendo una enorme apuesta en la capacidad de autocontención de los generales. Espero no se equivoque.
@jorgezepedap