Desde 2016 y hasta este 2024, Donald John Trump, ha padecido de siete atentados contra su vida.
A sus 78 años de edad se ha casado tres veces y engendrado cinco hijos (tres varones, dos mujeres). Fue prebisteriano y ahora se profesa cristiano.
Enfrenta 91 cargos criminales como consecuencia de su conducta abusiva, altanera, arrogante, extremista, racista, narcisista, irrespetuoso de leyes, y peor aún: de las y los otros.
Está convencido de que Estados Unidos es el dueño del mundo.
Es el supremacista que se trepó en su soberbia para escalar otra vez a la Presidencia de su país.
¿Alguien podrá detenerlo? ¿Qué le depara a México y al mundo con este hombre enfermo de lo peor que la condición humana pueda tener?
Las amenazas verbales que ha lanzado contra nuestro país, no dejan de preocupar a unos, de refutarlas otros, de causar hilaridad a algunos más y simpatía entre los enemigos del sentido común.
Convencido creyente de que su raza es superior a todas las existentes, su palabra es su arma. Trump no se toca el corazón, no tiene. No piensa, ataca.
Algún trauma debe arrastrar para ser quien es y ser como es.
Un caso patético de la perdición mental, su vida es un ejemplo contundente de padecer una enfermedad de poder que se traduce en el síndrome de Hubris. La derecha radical pervive, incluso en nuestro continente.
Descalifica y sentencia a los migrantes, y olvida que su madre, escocesa de nacimiento, llegó a EEUU con apenas 50 dólares, según su historia.
En su primer periodo en la Casa Blanca, el supremacista violó los derechos humanos de latinos, asiáticos, negros.
Los tildó de lo peor, promovió ideas racistas contra ellos, separó a niños hijos de padres migrantes, decidió hacer redadas para tratar de echar fuera de Estados Unidos a “gente indeseable, asesinos, violadores, criminales, narcotraficantes”.
Negó el servicio médico a ese núcleo de seres humanos que han sido factor para la grandeza económica estadounidense.
Un tipo locuaz, impertinente, falto de cordura, represor, atrevido desde su posición de poder, político antidemocrático, frío, calculador, obsesionado en el poder a costa de lo que sea, y quizá el presidente norteamericano más ignorante, acosador, misógino, coleccionista de amoríos con mujeres de ciertos oficios.
Un Trump evasor de impuestos y explotador. Un hombre trastornado por sus arranques.
Es con esta persona con quien la presidenta Claudia Sheinbaum ya ha tenido un par de llamadas telefónicas en las que ella, en un plan de concertar las diferencias, según ha dicho, busca hacerle ver al próximo mandatario gringo, que la economía de Norteamérica pasa necesariamente por México y Canadá, y pasa y se hace fuerte con el trabajo, el sudor y las manos de millones de compatriotas residentes en el vecino país.
Sheinbaum apela a una interlocución basada en la dignidad con el influjo de la esperanza.
Según expertos internacionalistas, las bravatas trumpistas tendrían un efecto devastador, pero para los mismísimos EEUU.
En este contexto, en México es la ocasión propicia para cerrar filas y unirnos en este camino cuesta arriba por la verborrea belicosa de alguien que nunca debió ser ni siquiera candidato a ocupar la Casa Blanca.
Claudia Sheinbaum, y qué bueno, no se ha dejado intimidar, ha mostrado firmeza, decisión, convencimiento de que, por ejemplo, en temas como migración, narcotráfico, adicciones y tráfico ilegal de armas de Estados Unidos a México, no son problema propios de una sola nación, sino que involucra y obliga a encontrar soluciones tripartitas.
Inteligencia, claridad, temple, visión y un infaltable compromiso nacionalista nos deben llevar a despejar este capítulo. Diplomacia y humanismo, como baluartes a nuestro favor.