Cualquier proyecto o plan urbano asume desde su nacimiento que al insertarse en la realidad urbana será usado de modos distintos al que fue concebido. Las personas siempre intentarán adaptar las viviendas, oficinas, aulas, y hasta las calles y plazas, para que se ajusten mejor a sus necesidades. La habitación planeada para cocinar se convierte en el núcleo social de la casa, la plaza diseñada para honrar a un personaje histórico será utilizada para protestar contra lo que él representa.
Es mejor que los arquitectos y urbanistas sean conscientes de ello desde el inicio e intenten hacer los espacios lo más flexibles y transformables posible. De otro modo, todos los usos que las personas hagan de ellos, que sean diferentes de aquel para el que fueron creados, serán considerados como indebidos.
Estos “usos indebidos” son dinámicos y efímeros, por ello es imposible preverlos, además entran en conflicto entre ellos mismos y provocan tensiones constantes entre las personas y los espacios que ocupan.
Las relaciones entre los espacios producidos socialmente y su desempeño cuando son ocupados o habitados por las personas son siempre fugaces e inaprensibles. Es inútil intentar diseñar a la medida exacta de los usuarios porque estos modifican constantemente su comportamiento. Es mucho mejor dotar a los proyectos con la suficiente calidad, flexibilidad y generosidad para que sean lo más adaptables a sus distintos usos, que planificarlos para intentar controlar las actividades que se desarrollan en ellos.
Disciplina contingente
El crítico inglés Jeremy Till explica en un interesante ensayo titulado “Architecture and Contingency” (“Arquitectura y contingencia”, publicado en la revista Field en septiembre de 2007), que la arquitectura es una disciplina contingente, pero los arquitectos han intentado infructuosamente negar esto mediante los conceptos de orden, belleza y pureza.