Su mayor elogio lo hizo Jaime Gil de Biedma en el poema “Elegía y recuerdo de la canción francesa” donde la fija como una ayuda para sobrevivir en la posguerra; concluye: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos,/ aunque a veces nos guste una canción”. Lo recuerdo mientras leo que Maya Angela Smith publica un libro sobre cómo la interpretación de Nina Simone a la obra del compositor Jacques Brel la corrigió en su creencia de que el francés era sólo para gente blanca. Recordé por último la idea que tengo de la canción francesa.
La canción francesa es una cauda de sentimientos ciclópeos cuya expresión necesita respectivas grandiosidades. Alguien está siempre a punto de irse en la canción francesa; alguien, siempre a punto de atajar a alguien para que no se vaya. Quien se queda procura que quien se va se quede mediante enormes diapositivas de portentos geológicos y naturales que dan fe de lo que puede ocasionar, obtener, evitar quien se va si le hace caso o no le hace caso a quien se queda para que se quede también: volcanes en erupción, mares suicidas, cielos rotos, ríos secos, cañones inundados, bosques inapetentes de lluvia. Desde mediados de los 1950 la canción francesa es al amor lo que el desastre climático a la naturaleza. (Perdón por la rima esa/eza).
La canción francesa es quizá la única zona en el mundo en la que alguien puede decir algo como “si te quedas el hielo que hay en mi alma se derretirá hasta formar miles de metros cúbicos porque se habrá deshielado el Ártico”. El planeta entero puede vaciarse o desquiciarse en caso de que se vaya quien siempre se está yendo. Ante tantas inmensidades en juego, nadie tendría tanto derecho como el compositor o intérprete de la canción francesa a la pregunta central en estos casos: ¿Por qué? ¿Por quién?
Aunque el intérprete sea una mujer, en la canción francesa se oye la voz gutural del hombre que la compuso. Este hombre habrá fumado mucho al componer la canción. Tabaco. Y muy oscuro. Marca Gauloises. Seguro.