Aparece (TLS, 19/12/25) el libro Sobre la pedantería. Una historia cultural del sabelotodo. La reseña de Peter Thonemann empieza con tres ejemplos. Pedante es quien al oír el famoso verso “¿Te compararé a un día de verano?” corrige a Shakespeare: debió ser “con un día de verano”. Pedante Fidel Castro, quien decretó que en Cuba no se celebraría el nuevo milenio sino hasta el 31 de diciembre del 2000. Pedante quien trata “data” como un nombre en plural. En principio el término “pedante” se refería a un profesor de gramática latina y es probable que derivara de “pedagogo”. El uso peyorativo despegó a comienzos del siglo XVI cuando el pedante se volvió un personaje de la comedia teatral italiana, de habla pomposa y embrollada. Una útil definición moderna: pedante es quien intelectualiza de más hasta las menores actividades e interrelaciones diarias.
Párrafo aparte merece Judith Drake. En su Ensayo en defensa del sexo femenino (1696) dijo que la pedantería era de modo distintivo un síndrome masculino, generado por mucho estudio de los
clásicos y tiempo insuficiente en compañía de mujeres. Gol.
Acabo en México. Cómo llamarle a esa pedantería de los 1980 cuando a algunos les dio por pronunciar la v labiodental y decían “lluvia” casi como “llufia”, olvidando que si iban a andar de sangrones la doble l debía pronunciarse casi como “liuvia”. O cuando uno le pide un vaso de agua al mesero y él responde “le traigo su vaso con agua”, creyendo que es lo debido.
O este momento que me persigue larga, absurdamente. En una tienda deportiva entra un muchacho y pregunta por la marca Nike. El empleado lo corrige no sin ganas de humillarlo: “Se dice ‘náiki’”. “(Con pena): Perdón: esa marca”. Por no pasar por pedante, lamento no haberle dicho al muchacho que él lo había pronunciado cerca del original Niké: victoria en griego. Desde entonces me digo que uno debe incurrir en pedantería sólo para defender a alguien de un pedante que “corrige” y sobaja con toda su ignorancia de por medio.