Hace unos días, la vida me regaló una pausa distinta. Una invitación a una función de cine que, sin imaginarlo, me haría reencontrarme con el alma de un hombre que sembró mucho más que instituciones: sembró una forma de vivir, de liderar y de amar el trabajo bien hecho. Se proyectaba “Eugenio”, un documental sobre el legado de Don Eugenio Garza Sada, aquel visionario que, junto con un grupo de empresarios, dio origen al Tecnológico de Monterrey.
Es importante recalcar que la producción fue realizada por la Escuela de Humanidades y Educación del Tec, y nació como un homenaje por el 80 aniversario de la institución. Hoy, en medio de la celebración de sus 82 años, vuelve a las pantallas con el propósito de inspirar a nuevas generaciones con la historia de un líder que supo transformar la adversidad en oportunidad y la educación en esperanza.
Al ingresar a la sala, nos recibieron con chocolates Kisses. Un gesto pequeño, casi casual, que más tarde cobraría un significado entrañable. En la pantalla, se reveló que aquel dulce era también un símbolo: Don Eugenio así solía demostrar su amor a sus hijos con pequeños detalles, recordándoles que la grandeza no está en los gestos ostentosos, sino en los actos cotidianos de ternura.
En ese momento aquel chocolate para mí se transformó en una hermosa metáfora viva del legado que aún nos arropa: el de un hombre que supo cuidar, nutrir y acompañar, incluso desde la distancia del tiempo.
Como docente de Tecmilenio, sentí en cada escena la importancia de conocer el origen de nuestros sueños. Ese sentido de pertenencia que nace cuando comprendemos que la historia que habitamos fue antes el anhelo de alguien que creyó, que trabajó y que confió en que la educación podía ser el motor de un país distinto.
Eugenio Garza Sada recorría los pasillos, escuchaba, aconsejaba y lideraba positivamente. Enseñaba a organizar el tiempo, a respetar los espacios familiares, a no perder el equilibrio entre el deber y el afecto, pero sobre todo a no perderse a uno mismo… a respetarse y cuidarse.
Debo confesar que esta proyección para mí fue más que una función de cine, se sintió como una reunión familiar. La nostalgia llenó la sala cuando nuestro director, Óscar Alfonso Flores Cano, tomó la palabra. Nos habló de sueños, de liderazgo, de impacto social y legado. Y en medio de esa emoción, felicitó al empresario Herman Harris Fleishman Cahn, galardonado con el Premio Eugenio Garza Sada 2025 en la categoría de Liderazgo Empresarial Humanista.
Esto sin duda complementó la proyección y en nombre del Grupo Educativo Tecnológico de Monterrey le entregó un libro. Su trayectoria -representada aquella tarde por Mariana Priego Zavala, directora de Fundación Fleishman -es un testimonio vivo de cómo la visión empresarial puede tener rostro humano, generando desarrollo económico y social en Tamaulipas, donde su labor ha impulsado proyectos industriales y programas de filantropía que tocan vidas y abren caminos.
A medida que avanzaba el documental, me conmovió el retrato de un hombre que amó sus proyectos con la misma pasión con la que amó a su familia. Su vida era un ejercicio constante de equilibrio: rigor sin frialdad, disciplina con calidez y ambición con humildad.
Lo que más me sorprendió fue comprobar que, a pesar de los años, quienes compartieron su vida lo recuerdan no por sus logros materiales, sino por su inmensa calidad humana. Esa sencillez que no se enseña, pero que inspira a todos los que la presencian.
Como docente, me llenó de orgullo. Como espectadora, me envolvió la nostalgia. Pero como ser humano, me encendió una llama. La idea de que hacer lo imposible no es un acto de arrogancia, sino de fe; que no detenernos es un homenaje silencioso a quienes creyeron antes que nosotros, y que la constancia también es una forma de amor.
Casi al final del documental, una imagen me dejó sin aliento: la historia de cómo, tras su fallecimiento, al abrir una de las habitaciones de su casa, encontraron la tierra y los guantes con los que cada día cuidaba su jardín. Esa imagen, tan simple y tan poderosa, se volvió para mí un símbolo poético de su legado.
Esa tierra -la misma que sus manos abonaban con paciencia- era la metáfora perfecta de lo que dejó preparado: un suelo fértil, dispuesto a ver florecer a generaciones enteras de soñadores, de líderes, de colaboradores con visión positiva y espíritu emprendedor.
Hoy entiendo que todos nosotros somos ramas de ese árbol que él plantó. Cada alumno, cada docente, cada persona que pasa por las aulas del Grupo Educativo Tecnológico de Monterrey es una extensión viva de su esperanza. Somos la evidencia de que su ejemplo no se marchitó, sino que germinó en miles de corazones que siguen creyendo que la educación es la forma más noble de transformar al mundo.
Por eso, cuando las luces del cine se encendieron, no sentí que el documental terminara. Sentí, más bien, que algo dentro de mí comenzaba. Porque Eugenio Garza Sada no murió aquel día: se hizo eterno. Su huella sigue movilizando al mundo, guiándonos con la fuerza invisible de su liderazgo positivo, ese que forma líderes con propósito, empresarios con conciencia, seres humanos con corazón.
Y así, como la tierra que cuida sus flores incluso cuando nadie la ve, su legado sigue nutriendo cada paso que damos en equipo. Eugenio no partió. Eugenio floreció. Y quienes impartimos clases aquí seguimos regando, con nuestras palabras y silencios, las semillas que él ayudó a sembrar.
Porque educar no es solo transmitir conocimiento: es creer, incluso cuando nadie mira, que cada mente puede despertar y cada corazón puede aprender a florecer. Ser docente es así, es continuar ese milagro todos los días, con la certeza de que, aunque el tiempo pase, la huella de quienes enseñan con amor nunca se borra. Eugenio Garza Sada vive en cada aula, en cada mirada curiosa y en cada sueño rebelde que hace honor a él cuando hacemos posible lo imposible.