Mi mamá no tuvo que contarme, la escuché llorar y la cama chirriar.
La escuché rogar que parara, la escuché decir que aún podíamos estar despiertos.
Yo solo lloré bajito, rogando que mi hermano se quedara dormido y no escuchara lo mismo que yo.
Tuve que contarle a mamá que dos enfermeros y un doctor se subieron sobre mi cuerpo para
forzar a la placenta a salir de mi cuerpo. Ella me dijo que le hicieron lo mismo cuando yo nací y casi muere de una hemorragia. Luego supe que la placenta baja sola aproximadamente media hora
después del parto, con la estimulación hormonal de la lactancia y después que la sangre haya fluido de regreso al bebé.
Un tío me platicó que mi abuela tuvo que parir bajo la lluvia al lado del río en Misantla, porque no querían sangre de india negra sobre la alfombra de la casa española de la familia de mi abuelo.
Una amiga me contó que ella no podía comer chiles rellenos desde que su papá agarró a patadas a su madre en el piso de la cocina por prepararlos una noche, bajo los gritos de “sabes que no me
gustan los chiles rellenos”.
Mi mamá finalmente pudo contarnos, que no fueron sólo agresiones sexuales, sino que le tumbó dos dientes, nos mantenía hambrientos, nos exponía dejándonos al cuidado de personas peligrosas y ejerció violencia vicaria contra nosotras, sin siquiera tener que llevarme lejos: me tenía secuestrada emocionalmente.
A ti y a mí, nuestra madre nos enseñó a caminar con las llaves empuñadas en la mano como un
arma, nos enseñó a caminar del lado contrario al sentido de los coches, nos mostró cómo picar los ojos con fuerza podía darnos valiosos segundos para huir.
Mi hija me enseñó el valor. Hoy que fui a recogerla al kínder, me vio y lloró y me dijo que ella había
dicho NO, pero que el maestro no hizo caso y la tocó en sus partes privadas.
Hoy mi hija y yo estamos rotas pero listas para enfrentarnos al agresor y al sistema que los protege.
Una mamá me dijo que los hijos de Carmina están pasando hambre. Hoy hay un montón de
mujeres transfiriendo sus últimos $100, $20 pesos a la cuenta de una abuela que se quedó con los
hijos de su amiga asesinada, que nunca recibieron justicia, que no tienen una compensación
económica que les permita una vida digna, la misma dignidad que su madre en vida les procuraba y que el gobierno hace de la vista gorda.
Las madres hablamos. Las hijas escuchamos. Las abuelas nos resguardan, el linaje nos soporta.
Estamos caminando juntas, arrastrando las piernas, los pies, las uñas ensangrentadas.
Cavamos en sus tumbas, rompemos sus vallas de policía, estamos llenas de historias, llenas de nombres, llenas de consecuencias.
Y esta vez tendrán que escuchar como nos derramamos sobre sus muros que se estremecen ante el estruendo de la multitud de mujeres enojadas.