Así como el título de la canción de Emmanuel, “Sentirme vivo”, uno de los beneficios del despertar de la consciencia o de los procesos terapéuticos es precisamente la capacidad de sentir, identificar los sentimientos y atreverse a vivirlos, además de poder expresarlos.
En el mundo de las adicciones, la codependencia y otros trastornos, es muy común que, mientras la enfermedad está activa, viene una especie de adormecimiento de las emociones o en su defecto, una incapacidad de identificarlas y poder comunicarlas.
En una de las mejores clínicas de adicciones de México en la que tuve oportunidad de trabajar, en todas las dinámicas de grupo se les pedía a los pacientes se identificaran con su nombre de pila, su padecimiento y el nombre de la emoción que sentían en ese momento.
Por inercia, al principio casi todos dicen bien y algunos cuantos, mal. Ambas respuestas tan ambiguas como evasivas.
“Ponle nombre a tu emoción, ¿qué es bien y qué es mal?”, replicábamos los terapeutas.
Algo aparentemente tan simple tiene una complejidad real al obligar a la persona a identificar su enojo, su alegría, su tristeza, su ira, su júbilo, su desesperación, su desgano y las otras múltiples emociones que vivimos las personas.
Quizás sean mecanismos de defensa o valores mal aprendidos de no atrevemos a comunicar cómo nos sentimos en realidad, cuando la pregunta es honesta más allá de un diálogo de pasillo.
Sentirme vivo es atreverme a reconocer mi emoción, entender que es parte de mi naturaleza humana y que tengo todo el derecho a darme lo que necesito en cada circunstancia, además de saber comunicarlo a quien desee hacerlo.
Hay veces que es necesario sentarme a platicar conmigo mismo, admitir cómo me siento y abrazar mi emoción, si es necesario incluso, haciendo catarsis.
Y si además me animo a compartir con alguien, el milagro de la sanación se hace presente.
De eso se trata la vida finalmente y es parte de los procesos terapéuticos.