Aunque la sabiduría popular a veces así lo refiera, los problemas cotidianos no se arreglan invocando valores. Si no se tiene dinero para pagar el recibo de la luz, el agua o la hipoteca, no será apelando a la esperanza, el compromiso, la alegría o la solidaridad como se salde la cuenta. No es a punta de invocar la cualidad positiva o deseable de una acción o sentimiento como los problemas se resuelven o los sueños se hacen realidad.
Traigo a cuento esta forma tan común de entender el qué y para qué de los valores, porque esta semana fui testigo de una discusión sobre la causa eficiente de la apatía del mexicano. “Lo que pasa es que nadie confía en nadie”, decía uno. “¿Y de qué te extrañas?, si son tan pocas las personas realmente honestas que quedan. Sin valores, no tenemos nada”, replicaba el otro.
Este tipo de discusiones, por lo regular, termina por dejar en los debatientes la sensación de que los valores y principios éticos sirven para un carajo. La pregunta es: ¿por qué?
Invocar, apelar, nombrar o exigir la presencia de un valor o principio moral, ciertamente no sirve de nada cuando su función solo se queda en el plano de la lección, la anécdota o la moraleja. Su efecto es el mismo que el de los llamados a misa; pocos se sienten obligados a atender la invitación.
¿Qué habría que hacer, entonces? Dar un siguiente paso: desactivar los mecanismos psicológicos que hacen de los valores intenciones estériles.
Así pues, si usted quiere que “los demás” sean confiables, no debería desplazar o diluir la responsabilidad entre ellos, sino cumplir con la parte que a usted le corresponde para que éstos puedan confiar y creer en usted. Lo mismo sucede con el compromiso; difícilmente usted podrá engancharse y llevar a puerto cualquier causa asociada a la justicia, si atribuye a las circunstancias la dificultad o imposibilidad de ponerse manos a la obra.
Cuando nuestra agencia moral se instala en la “pasividad”, porque nos conformamos con la “agudeza” u “honestidad” de nuestro juicio moral, drenamos el sentido práctico de los valores que defendemos a capa y espada, porque los reducimos a un rollo moralino que, por simplón, palidece frente a todo aquello que resulta indignante y quisiéramos dejara de suceder.