Recordándola por el reciente aniversario de su nacimiento, la autora comparte algunas anécdotas de su abuela, Carmen Sandoval, y de su padre, José Alfredo Jiménez, quien no le compuso una canción pero la consentía
Las nietas tendemos a identificarnos con las abuelas porque, aunque no nos demos cuenta, llevamos sus genes por dentro y por fuera. Mi caso particular es tangible. Yo sé que me parezco a Carmelita, la madre de mi padre, no solo físicamente, he notado que algunos rasgos de carácter también los debo haber heredado de ella.
Tenía Carmen Sandoval Rocha apenas 17 cumplidos cuando contrajo matrimonio con Agustín Jiménez Tristán, que era ya un hombre maduro de 41 años, viudo y con cuatro hijos. No creo que haya sido fácil; sin embargo, el hecho me demuestra que aquella adolescente tenía el carácter bien formado, que le permitió emprender una vida de mujer, asumiendo una enorme responsabilidad. El menor de los niños, que había dejado huérfano doña Lola, tenía apenas dos años y siempre vio a mi abuela como a su propia madre; Juan creció con sus hermanos mayores y con los que fue teniendo Carmelita.
Carmen Sandoval nació con la entrada del nuevo siglo, el 16 de junio de 1900. Por eso la estuve recordando hace apenas unos días que pasó la fecha de su onomástico. Tuve la suerte de haber sido su primera nieta y, aunque algunos puedan ponerse celosos, me honro en decir que fui su consentida. Deseo que los lectores y los aficionados, al conocer anécdotas y hechos de la vida de mi padre, se acerquen un poco a lo que representó mi abuela.
He leído muchos textos sobre José Alfredo y me sé al derecho y al revés sus versos y no hay artículos ni ensayos dedicados a ella; la mencionan sí, pero no la describen. Tampoco su hijo le compuso una canción, tal vez porque en su nombre la lleva, pues Carmen significa canción. Así que papá únicamente se refiere a ella en dos de sus temas. En el primer estribillo de “Cuando los años pasen” canta: “Cuando los años pasen y mi dolor se acabe, te juro por mi madre que con mucho gusto te recordaré…”.
En estos versos hay un juramento sagrado lleno de dulzura, porque los años ayudarán a mitigar el dolor y surgirá entonces el gusto del recuerdo, ese sabor que vivimos al recordar porque en ese acto enlazamos los corazones y, desde luego, llenamos el cuerpo y la mente con el gusto del recuerdo.
Enlazando hoy el corazón de mi abuelita al mío, recuerdo que nunca se vestía de color, su luto comenzó a los 36 años cuando murió mi abuelo Agustín, a causa de problemas circulatorios. Empero, siempre nos pedía que le compráramos camisones y batas en tonos pastel, de modo que cuando llegaba a visitarla tempranito y nos bebíamos un café juntas, su piel se confundía con la seda rosa de su albornoz. Yo tengo el mismo tinte que ella tanto en la piel como en el cabello y en los ojos; aunque ella perdió pronto el color de su pelo; encaneció joven por las penas. Pocos meses antes de que yo naciera falleció mi tío Ignacio, Nacho, el primogénito de mi abuela, al reventársele una úlcera gástrica. Probablemente tardó en atenderse este padecimiento y los médicos no pudieron controlar la hemorragia. Por esta razón, Carmen Sandoval siguió vistiendo prendas negras.
José Alfredo fue el tercero de sus hijos, aunque debemos recordar que Juan, el más pequeño del primer matrimonio de mi abuelo, fue criado por Carmelita. De modo que estoy convencida de que cuando mi padre nació, mi abuela estaba desbordada de trabajo, a pesar de que contaba con ayuda suficiente para las labores domésticas. Por lo anterior, Cuca, su hermana, la empezó a apoyar con la crianza del pequeño Fello y se convirtió, de alguna manera, en su segunda madre.
“Porque quiero que sepas que no sé de rencores, que a través de mi madre me enseñé a perdonar…”.
Señala José Alfredo en la penúltima estrofa de “Cuando nadie te quiera”. Si una madre tiene la capacidad de transmitir y enseñar esta virtud a sus hijos significa que supo educarlos. Quizá saber perdonar sea una de las herramientas más poderosas para enfrentarse con la vida. Gracias, querida abue, por habernos heredado esta virtud. Gracias también por tus suculentos guisos y los deliciosos buñuelos de rodilla que endulzaron mis fiestas de cumpleaños, gracias por tus apapachos y por haber estado conmigo tantos años.
Sé que mi padre te consintió a su modo, te llevó de viaje en distintas ocasiones y te dejó la medalla que le obsequió Pedro Infante, esa que me diste a mí el día de mi boda para que yo siguiera cuidándola. Ten la seguridad de que mis hijas la seguirán conservando y mis nietas sabrán atesorarla; ya te llevan dentro al igual que yo.
Me despido contándoles que el abuelo Agustín inventó en su trasbotica un brebaje curativo que ayuda a aumentar la energía y que bautizó con el nombre de Carmelina, en honor a mi abuela, su adorada esposa. Lo maravilloso es que si van a Dolores Hidalgo, Guanajuato, aún lo pueden solicitar en la farmacia San Vicente, que se encuentra en la plaza principal y que conserva los muebles originales de la botica de don Agustín Jiménez Tristán.