“A Electra le queda el luto”
Eugene O’ Neill
Existen tiempos y espacios sagrados, decía Eliade: nosotros los instituimos al considerar sagrada la casa de la infancia, la fecha en que iniciamos una nueva vida o la calle donde caminamos plenas, felices; como presintiendo cada cosa en su lugar. Pero todo pasa como las naves, como las nubes, como las sombras: nuestros seres amados se van y aparte de lo aprendido, nos quedan los tiempos y espacios por ellos sellados. Así, la fecha en que los perdimos, el objeto que él usó toda su vida o la obra de arte por su mano creada. Nos aferramos a las cosas porque duramos menos que ellas.
Recientemente se vendió el último objeto de mi padre: el lugar en donde pasó los últimos años de su vida. Un espacio pequeño y sencillo que disfrutó y disfrutamos. Dos o tres veces por semana acudía para estar con él; comíamos poco, pero reíamos mucho y por la tarde me unía a su sesión de grandes tenores, alguna ópera o las conferencias de Paco Ignacio Taibo, Patricia Galeana o Gloria Villegas. A mi padre le apasionaba la música tanto como la historia de México: esos años aprendí más historia que nunca e incluso llegué a entablar con él pláticas sobre eventos históricos: la carta de Victor Hugo a Juárez, la traición de Huerta el desgraciado, la significación de Lázaro Cárdenas y muchos otros momentos que marcaron a nuestro país.
En ese mismo espacio, murió en mis brazos: él nos había encargado no ser entubado y no morir en un hospital. Lo abracé, le expliqué que estaba muriendo, que era el momento de decir juntos, “gracias, gracias, gracias”. Le hablé de su infancia, de sus innumerables logros, de su amor. “Gracias por tu amor, gracias por ser quien has sido, estoy contigo, te amo y pronto te alcanzaré, pronto estaré contigo”. Yo no sé nada de la vida después de la muerte, pero solo así podía dejarlo ir, con una esperanza para mí, más que para él. Después de morir, conservó hasta el final un gesto de tal serena felicidad, de tal plenitud, que nos dejó impresionados; su última sonrisa fue de descanso, de agradecimiento, de paz.
No sé de dónde saqué valor para acompañar sus respiraciones terminales y para, después de su último aliento, decirle: “ahora voy a cerrar tus ojos, porque te quiero y quiero que descanses: te amaré siempre”. Continué así, hablándole serena un buen rato. Solo después de que se lo llevaron, la herida del nunca más me derrumbó. No volvería a ver su cara, a disfrutar su risa, su mirada, nunca más. Aún hoy, al escribir estas líneas, me parece imposible.
A mi edad, una debería de poder normalizar la muerte de un padre. Pero Electra me comprendería sin reparos, con orgullo: cuando has vivido toda una vida amorosa y fiel a un padre ejemplar, perderlo te arranca una gran vena nutriente y quedas huérfana: no importa la edad. Al morir, mi padre se llevó la música que aprendió a cantar y me cantaba; yo, en un duelo involuntario y permanente, ya no escucho música. A mi edad el tiempo no alcanzará para sanar esta herida.
Solo Kavafis regresa a mí con su melodía en la profunda oscuridad de la noche: “Voces imaginarias y amadas de aquellos que han muerto, o de aquellos que hemos perdido, como si hubieran muerto. A veces en nuestros sueños nos hablan; a veces, en el pensamiento las escucha nuestro espíritu. Y por un instante, su rumor nos regresa ecos de la primera poesía de la vida, que, como música lejana, en la noche, se apaga”.
Aún después de mi último aliento, polvo seré, más polvo enamorado.