La invención del Año Nuevo

Ciudad de México /

El comienzo del año ha sido desde la Antigüedad una cuestión cargada de significado. Antiguamente, lejos de responder a necesidades administrativas, el calendario expresaba una concepción del tiempo en la que el orden humano debía reflejar el orden del cosmos. Al igual que existen lugares sagrados, dice Mircea Eliade, existen tiempos sagrados: en la Antigüedad esos tiempos estaban marcados por las estaciones. El Año Nuevo chino es un ejemplo de ello: comienza en la segunda luna nueva después del solsticio de invierno; por eso cae entre el 21 de enero y el 20 de febrero, cuando el día empieza a alargarse de forma perceptible con la llegada de la primavera. Sin embargo, nuestro Año Nuevo no responde a cambios estacionales: su historia es otra.

En la Roma arcaica, el año comenzaba en marzo, con el reinicio de la vida en primavera y la reanudación de todo tipo de actividades. El calendario regulaba la vida activa, la cual tenía lugar entre marzo y diciembre. En cambio, los días que transcurrían entre diciembre y marzo eran días inactivos y, por lo mismo, no estaban regularizados por el calendario; ni siquiera tenían nombre. Así, el invierno no estaba “fechado”, porque el calendario no pretendía medir el tiempo en abstracto, sino ordenar la vida social, la cual era nula en invierno. Aún hoy conservamos los nombres de algunos meses posteriores a marzo con base en ese orden arcaico: el mes séptimo es septiembre; el octavo, octubre; el noveno, noviembre; el décimo, diciembre.

A finales del siglo VII a. c., Numa Pompilio, segundo rey de Roma, reformó el calendario dando nombre a los dos meses que hoy conocemos como enero y febrero, y los colocó al final del año, de modo que este continuaba comenzando en marzo. Enero se nombró en honor del dios Jano, mientras que febrero tomó su nombre de las februa, ritos de purificación.

A partir del 153 a. c., esto cambió, y no por razones astronómicas ni religiosas, sino por motivos políticos y administrativos. Los cónsules romanos eran elegidos cada inicio de año, es decir, cada marzo. Pero en ese año estalló una rebelión en Hispania y era imprescindible enviar cónsules en ejercicio cuanto antes. Si se esperaba a marzo, se perdía la ventana de la campaña militar, se retrasaban decisiones urgentes del Senado y se debilitaba la autoridad romana en las provincias. Por ello, el inicio del año 153 se trasladó a enero, para que los cónsules asumieran el cargo el primero de enero.

Para justificar el cambio se aprovechó un componente religioso: enero estaba dedicado a Jano, el dios de dos caras colocado a la entrada —o a la salida— de las ciudades: una despedía al que salía y la otra recibía al que llegaba. Era el dios que protegía las salidas y las entradas, los finales y los comienzos. Así, Jano y su mes, enero, encarnaban la idea de un tiempo que se acaba y, a la vez, abre un nuevo tiempo, mirando simultáneamente hacia el pasado y hacia el futuro.

El cambio del Año Nuevo de marzo a enero se fue consolidando progresivamente y quedó fijado de manera definitiva con la reforma de Julio César en el 46 a. c. Este cambio no supuso solo una reorganización administrativa, sino una transformación simbólica profunda. El año dejó definitivamente de abrirse con el estallido vital de la primavera para hacerlo bajo el signo jánico del fin y el inicio: un cambio realizado por una urgencia militar concreta que nunca se revirtió.

Esa es la historia por la cual los ritos decembrinos del solsticio de invierno, tanto antiguos como modernos, quedaron estrechamente vinculados al Año Nuevo. Después de todo, ambos compartían una intuición antigua: que el tiempo no avanza de manera indiferente, sino que puede ser restaurado; que el tiempo no se clausura, sino que vuelve a abrirse.

Mi deseo para ustedes es que, en este nuevo ciclo, Jano cierre con broche de oro el pasado y abra nuevos caminos, para que los recorramos con mayor empatía hacia nuestros semejantes y, sobre todo, hacia aquello que nos es diferente.


  • Paulina Rivero Weber
  • paulinagrw@yahoo.com
  • Es licenciada, maestra y doctora en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus líneas de investigación se centran en temas de Ética y Bioética, en particular en los pensamientos de los griegos antiguos, así como de Spinoza, Nietzsche, Heidegger.
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