Lo bello y lo sucio

Ciudad de México /

En alguna ocasión hice referencia a Ortega y Gasset y su Meditación sobre la técnica. Recientemente el tema regresó a mí a raíz de una brevísima estancia en una cabaña de campo. Cuando llegué lo único que pude decir fue “pero ¡qué sucio está esto!” A lo que la dueña respondió: “Está usted en campo abierto, estamos rodeadas de naturaleza”. No respondí, pero ya tenía un trapo y una escoba en mano como armas listas para una batalla a muerte y pensé: “una cosa es la naturaleza y otra la suciedad”. Enseguida, la que siempre va conmigo, dijo ¿sí?, ¿segura? ¿Una cosa es la naturaleza y otra la suciedad? Y recordé a Ortega y Gasset: hay una parte de nosotros que no concuerda con la naturaleza; no le gusta porque la encuentra hostil.

Analicemos: ¿en qué consistía lo que yo llamé “suciedad”? Telarañas y más telarañas abandonadas en todas las esquinas de las ventanas. Eso no es suciedad, es naturaleza muerta, pero naturaleza al fin. Muerta. Bellotas, enteras y desechas, bellotas que ya son tierra a la entrada de la cabaña. Mientras barro esa tierra con sus bellotas, pienso: son unos marranos. Y enseguida, la que siempre va conmigo piensa: ¿no será que ellos están bien y tú estás medio loca?

Tiene razón esta mujer. La naturaleza no es limpia: así de sencillo. Es nuestro desapego de ella lo que nos hace querer tener todo limpio y en orden: que quede bien claro que somos seres civilizados y no “mera” naturaleza. La naturaleza acepta la podredumbre, el abandono de las telarañas, la naturaleza acepta la muerte porque esa es su forma de ser: es muerte y vida, vida y muerte. En ese sentido, ¿no acaso nuestro afán de limpieza busca esconder la muerte?

Los seres humanos nos hemos caracterizado por esconder la muerte. El gato de mi vecina, mi eterno enamorado, me trae ratoncitos muertos a la puerta del jardín. Mi nieto vio uno y me dijo “pobrecito”. De inmediato tomé al ratón por la cola y lo enterramos en un santiamén para que no viera demasiado a un ser muerto. Cuando le conté a mi hija lo sucedido, con seriedad me preguntó “¿y qué hizo al verlo?” Le expliqué que el ritual no tomó más de un minuto y se quedó tranquila. El pequeño vio un animalito muerto, no una mosca, vio un mamífero muerto.

Lo que sucede es que no podemos con la muerte, eso es todo. Esa parte de la naturaleza que llamamos “suciedad” no es otra cosa más que recordatorios de que somos muy parecidos al polvo de bellotas que yo limpié de la entrada de la rústica cabaña en medio del bosque. La naturaleza es telarañas, caca de ratones, tierra de bellotas olvidadas, hermosas flores que pronto mueren; la forma de ser de la vida consiste en ser mortal.

Por todo eso, mientras yo sea este polvo organizado en una forma de vida no me queda más que agradecer estar acá, aún viva. Y aunque me empecine en ocultar la muerte, también puedo abrazar, besar, sentir amor en plenitud.

Todo el dolor de la vida vale la pena para amar.

  • Paulina Rivero Weber
  • paulinagrw@yahoo.com
  • Es licenciada, maestra y doctora en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus líneas de investigación se centran en temas de Ética y Bioética, en particular en los pensamientos de los griegos antiguos, así como de Spinoza, Nietzsche, Heidegger.
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