Antes de que hubiera calendarios, templos o dogmas, los seres humanos ya se reunían en el corazón del invierno: nuestra Navidad hunde sus raíces en culturas arcaicas del Neolítico y de la Antigüedad temprana, cuando las sociedades agrícolas organizaban su vida según los ciclos del sol y el solsticio de invierno tenía significados que aún hoy resuenan en nuestras festividades. Entre estas culturas se encuentran las antiguas sociedades agrícolas del Cercano Oriente, las culturas megalíticas del Atlántico europeo, así como diversos pueblos indoeuropeos, entre ellos los celtas y los germánicos, que desarrollaron rituales vinculados al ciclo estacional y al retorno de la luz.
En el mundo agrícola del Mediterráneo y del Cercano Oriente, desde el tercer milenio a. c., la cultura mesopotámica desarrolló complejos sistemas mítico-rituales orientados a celebrar el renacimiento de la luz después de la más larga noche del crudo invierno. Ya entre los siglos XXV y XVIII a. c., los mitos de descenso y retorno de divinidades como Inanna/Ishtar expresan la restauración de la vida tras la oscuridad. Ese mito, al igual que la Navidad, comparte la misma estructura simbólica universal: la luz que peligra en la estación invernal promete regresar tras la oscuridad.
También hacia el año 3200 a. c., en Irlanda se construyó Newgrange: un monumento anterior a Stonehenge y a las pirámides de Egipto, en el cual los constructores alinearon una tumba ritual de tal manera que, solo en el amanecer del solsticio de invierno, un rayo de sol penetrara hasta su cámara interior: la luz vencía simbólicamente a la muerte. Este mismo principio se repite en Stonehenge y en numerosos santuarios solares repartidos por Europa; la esperanza del retorno de la luz, después de la noche más larga, fría y oscura del invierno, era un acontecimiento sagrado desde tiempos prehistóricos.
En las poblaciones indoeuropeas del norte de Europa, se celebraba en torno al solsticio de invierno una festividad conocida como Yule. Las raíces de esta celebración se remontan a la Edad del Bronce nórdica, aproximadamente entre los siglos XV y V a. c., y continuaron desarrollándose y transformándose hasta el siglo I d. c., antes del proceso de cristianización de Escandinavia. La pervivencia de estas costumbres se conoce gracias a su transmisión oral durante siglos y a su posterior fijación escrita en obras medievales, como la Heimskringla, una colección de sagas redactada en nórdico antiguo a comienzos del siglo XIII. En esta obra se menciona el Jólablót, una festividad invernal precristiana caracterizada por banquetes colectivos, uno de los rituales centrales asociados al Yule.
Por su parte, los pueblos celtas, hacia los últimos siglos de la Edad del Bronce (del siglo XIII al IX a. c.) y a lo largo de la Edad del Hierro (del siglo VIII al I a. c.), otorgaron un significado simbólico destacado al pino, concebido como “el árbol siempre verde”. Este árbol representaba la persistencia de la vida durante el invierno, cuando la naturaleza parecía extinguirse. En estas tradiciones, el pino no cumplía una función meramente ornamental, sino que formaba parte de un ritual de supervivencia, orientado a reafirmar la continuidad de la vida en el periodo más crítico del año.
Esos mitos arcaicos fueron institucionalizados hacia el siglo II a. C. en la Roma antigua. Desde entonces, las festividades públicas de invierno, conocidas como las Saturnales, se celebraron del 17 al 23 de diciembre y permanecieron vigentes hasta el siglo IV d. c. Las Saturnales se caracterizaban por banquetes colectivos y por el intercambio de regalos, una costumbre que aún conservamos. Durante el Bajo Imperio, el simbolismo solar se consolidó en el culto oficial al Sol Invictus, divinidad asociada al poder del emperador, y su festividad fue fijada el 25 de diciembre por el emperador Aureliano en el año 274 d. c.
En el siglo IV d. c., un acontecimiento dio un giro radical a esta historia: Roma, antigua sede de los opresores del cristianismo, adoptó la religión que había perseguido; por ello debió enfrentarse a las festividades paganas profundamente arraigadas en torno al solsticio de invierno. La solución fue resignificar el complejo ritual solar, situando el nacimiento de Cristo en la misma fecha, el 25 de diciembre, y el sol invicto fue sustituido por la lux mundi, encarnada en Cristo (Evangelio de Juan 8,12). El cristianismo absorbió prácticas, símbolos y calendarios preexistentes y Roma se estableció como su sede oficial.
Desde la convergencia de estas perspectivas, puede verse que la Navidad cristiana se inscribe en una estructura simbólica arcaica ampliamente documentada: la celebración del retorno de la luz en el momento de mayor oscuridad del año. Lejos de ser una invención tardía, la Navidad actual constituye una resignificación teológica de un complejo ritual compartido por múltiples culturas, cuya función fundamental ha sido, desde la prehistoria, afirmar la continuidad de la vida frente a la amenaza del invierno y confiar en el retorno de la luz después de la máxima oscuridad.
Los símbolos que aún hoy nos acompañan —el árbol siempre verde, la celebración en pleno solsticio invernal, el intercambio de regalos— surgieron en épocas precristianas y hablan de una vida que no se rinde. El fuego y la luz sostenían la noche más larga; el invierno dejaba de ser una amenaza para convertirse en promesa del retorno de la luz, en el umbral secreto donde la oscuridad comenzaba ya a ceder.
Milenios antes de Cristo y de Roma, la humanidad ya celebraba lo mismo que hoy: que, incluso en la oscuridad más profunda, la vida insiste. La Navidad, en su raíz más antigua, no es una fecha ni un dogma, sino un gesto ancestral: reunirse para recordar que la luz siempre vuelve.