Seguimos actualmente en el mundo con las preocupaciones sobre la guerra y sus consecuencias, puesto que los conflictos internacionales continúan como realidad dramática en diversos lugares. Todos somos conscientes de la gravedad de situaciones bélicas entre Rusia y Ucrania y entre Israel y Hamás y Hezbolá, pero hay que contar también los conflictos en Myanmar, Burkina Faso, Somalia, y otros más que llegan a más de cincuenta conflictos activos en el mundo.
Uno de los aspectos de esta situación se halla la cuestión del armamento. Desde el punto de vista de los objetivos morales que propone la Iglesia Católica para este asunto sobresale la meta de un “desarme general, equilibrado y controlado” que proponía Juan Pablo II en su mensaje para el 40o. aniversario de la ONU, en 1985. A lo cual se añadía lo que afirmaba el Pontificio Consejo Justicia y Paz en 1994 en su documento “El comercio internacional de armas. Una reflexión ética”, que consideraba que “el enorme aumento de las armas representa una amenaza grave para la estabilidad y la paz. El principio de suficiencia, en virtud del cual un Estado puede poseer únicamente los medios necesarios para su legítima defensa, debe ser aplicado tanto por los Estados que compran armas, como por aquellos que las producen y venden”.
La meta del desarme, como se entrevé en las palabras de Juan Pablo II, no se puede realizar de modo simplista, o simplemente unilateral. Tendría que ser general, es decir, asumida como una estrategia en la que todos los países deberían confluir y tendría que ser también equilibrada y controlada, para que no diera ocasión al abuso de quien buscara sacar ventaja de la buena disposición de algunos. Esta meta requeriría el funcionamiento adecuado de la ONU, asumiendo de fondo su papel en el marco internacional.
Todavía puede añadirse lo que afirma el Catecismo: “La acumulación de armas es para muchos como una manera paradójica de apartar de la guerra a posibles adversarios. Ven en ella el más eficaz de los medios, para asegurar la paz entre las naciones. Este procedimiento de disuasión merece severas reservas morales. La carrera de armamentos no asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación de armas siempre más modernas impide la ayuda a los pueblos indigentes, y obstaculiza su desarrollo. El exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio”.