En los siglos XVI y XVII florecieron monarquías absolutas como formas de gobierno en las que el soberano, el rey o monarca, gozaba de todo el poder. A las teorías que justificaban ese absolutismo se opuso la Escuela de Salamanca. Aunque el mundo ha cambiado mucho desde entonces en el plano político, la tendencia absolutista reapareció más tarde, en nuestros tiempos, con otros puntos de vista y otras bases filosóficas, como grave problema para la libertad de las personas y de las instituciones, grupos y sociedades intermedias entre el Estado y la persona. Se trata del absolutismo de Estado y comprende los sistemas que atribuyen al Estado un carácter absoluto sin que exista ninguna instancia de apelación.
Este tipo de absolutismo es como un punto de convergencia de criterios que pueden provenir de ideologías que pueden parecer opuestas. El Estado, que puede presentarse como la representación suprema del pueblo, de una clase o de una raza, por ejemplo, queda exento de control y de crítica aun cuando sus postulados y su práctica se opongan abiertamente a valores esenciales. Aquí el principio erróneo es otorgar al Estado una autoridad ilimitada.
Las raíces de este tipo de absolutismo se encuentran en la consideración de la ley positiva como última referencia de la vida social, sin vínculos con principios éticos naturales y como producto exclusivo de la determinación del Estado, que entonces buscará someter todo a su arbitrio. La máxima expresión de este absolutismo de Estado se halla en los totalitarismos. En realidad, este absolutismo no es compatible con la verdadera democracia, aunque muchas veces pretende serlo, porque el Estado acaba siendo identificado prácticamente con una persona o con un partido que suele proponerse a sí mismo casi como encarnación del pueblo, al que, de hecho, oprime.
La verdadera democracia en cambio exige la participación de los ciudadanos. Por eso, buscando más bien la participación ciudadana la “Gaudium et spes” indicaba: “Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones sociales”.