En 2019, como funcionaria estatal, recibí la invitación a reunirme con un sector económico de Celaya. En el salón del restaurante había pocas personas; tras de mí, un portazo. Literal, el grupo de ciudadanos me había encerrado.
Comenzaron a contarme que estaban padeciendo extorsión y que su situación era muy complicada. Y entonces hice lo que en ese momento, pareció la pregunta más inocente de mi historia: “¿y qué respuesta han recibido de la Policía?”, “son quienes esperan en las esquinas para que los extorsionadores se lleven su pago, son cómplices”, me contestaron. Siempre he tenido claro que en todas las instituciones policiales hay personal desleal, pero la respuesta me dejó fría.
Claramente aquel escenario de 2018 en donde la autoridad federal detuvo a dos policías municipales de Celaya que custodiaban a una pipa con hidrocarburo robado, no fue un hecho aislado.
Ante ese escenario era difícil ofrecer respuestas, así como lograr confianza en la autoridad para presentar denuncias.
A la par, los robos de vehículos particulares iban en aumento, sin distinguir si se trataba de una madre de familia en la fila de la escuela de sus hijos o de transporte de carga. Difícilmente había un solo vehículo recuperado o detenido, y menos por la autoridad municipal.
Luego, vinieron las tortillerías. El sector estaba siendo claramente afectado y eso fue utilizado por alguien con aspiraciones políticas, para llevarlos a la plaza principal a manifestarse, sin comprender la delicadeza del hecho. Lo que ocurrió después fue doloroso: el asesinato de tres mujeres al interior de una tortillería, la respuesta criminal al movimiento público de un delito que debe de atenderse en privado.
En todo 2019 hubo apenas cinco denuncias, muchas de ellas resultado de largas sesiones de plática y convencimiento de que era la mejor opción para librarse del pago del crimen. La Fiscalía fue efectiva y detuvo en alguna ocasión (de muchas más) al menos a ocho extorsionadores, dos de ellos policías municipales.
A diferencia de otras ciudades en donde se justifica que la violencia es “entre ellos”, en alusión a los criminales, en Celaya sí se metieron con la ciudadanía de forma directa. Y no había a quién acudir.
Las llamadas al 911 eran bajas y las denuncias altas, en una clara desconfianza a la policía municipal, pero con la clara ocurrencia de los delitos.
Era imperativo que las cosas cambiaran.
A finales de ese año por fin se dio un cambio en el mando de la autoridad municipal. El perfil que ocupó esa posición era un experimentado policía federal que conocía bien el estado porque había sido coordinador estatal y tenía una “buena” relación con las autoridades locales, lo que era determinante para tener menos retos en el desempeño de sus funciones.
Ante uniformados pagados por la nómina municipal en los que había poca confianza, el mando se reforzó con perfiles que habían tenido experiencias en los escenarios más complicados: Juárez, Tamaulipas, Guerrero, Michoacán…
La llegada de los nuevos perfiles provocó comentarios de la ciudadanía: el secretario sí nos contesta, el secretario sí resuelve, el secretario es amable, el secretario es efectivo. Estaban atónitos ante un trato que nunca habían recibido.
Con la buena opinión, vinieron los resultados: recuperación inmediata de vehículos robados y detención de delincuentes, acompañamiento institucional en casos de extorsión, menos robo a negocio con y sin violencia, así como más detenciones.
Pero también comenzaron las agresiones a la autoridad, que por primera vez, les había puesto un alto y abatido criminales, aunque a un alto costo: Celaya se convirtió en el municipio con más policías asesinados en el país, al mismo tiempo que cuatro policías están en la cárcel acusados hoy de homicidio calificado por abatir a exmilitares colombianos que habían acudido a matar policías a una instalación municipal.
Difícilmente alguien que no estuvo en Celaya en 2019, podría comprender el afecto y la confianza que este grupo de policías logró en la ciudadanía. Y eso no gustó a algunos y comenzaron las injurias al grado de provocar desconfianza en las más altas y honorables instituciones de este país.
“Audios” fueron el pretexto para comenzar a desmantelar a una Policía querida y con resultados.
¿Qué no fue un chisme? Disminución hasta del 28% en los homicidios, 87% menos robos de vehículo con violencia (de 981 carpetas a 125) y 61% menos sin violencia. También se logró, al cierre del 2023, que en una disminución gradual, el menor número de robos a negocio con y sin violencia, así como un número histórico de registro de la extorsión, con 194 carpetas de investigación.
Las llamadas al 911 se incrementaron y las denuncias de hechos disminuyeron: más confianza, menos delitos.
¿Una Policía perfecta? No, dista mucho de ello. Hubo errores. Pero era una Policía necesaria para lograr lo que nadie antes había podido: defender de verdad a la ciudadanía, incluso a costa de la propia vida de sus integrantes. Y en lo solitario.
Habrá muchas otras opiniones y voces, ésta es la mía.
Una Policía que más allá de una declaración a la ligera, si se va a extrañar por la ciudadanía de bien. Al tiempo.