Lo sé. Es tramposo y recurso barato poner a pelear nuevamente a los fanáticos de Madonna con los de Gaga (y conmigo, por supuesto) pero, como muchos de ustedes, anoche vi Nace una estrella con ella y Bradley Cooper, y acabo de observar la mejor reinvención de una carrera en lo que puedo recordar del mundo pop. Y la reinvención fue quitarse la máscara, no inventarse una nueva.
Miren, soy niña de los 80. Yo, literalmente, tengo una anécdota de mi despertar a la vida con cada una de las canciones, desde “True Blue” hasta “Like a Prayer”. Y sí, soy de aquellas que agradece a Madona el hecho que nos haya dicho a escala masiva que la sexualidad no era nada de qué avergonzarnos. Sí, me disfrazaba de Madonna cuando muchos de sus más fervientes fans de la actualidad estaban naciendo. Y sí, desde el principio, instruida por un padre que escuchaba música clásica y sabía de música reconocí que su talento no era ni una gran voz, ni una habilidad de composición. Pero también supe que conectaba como nadie, lo ha hecho desde entonces. Y así fue como cuando Gaga apareció con The Fame, fui una de los millones que dijo: “¿Será?”. Digo, Madonna ya era Madonna cuando Gaga nacía.
No es despertar una inútil discusión añeja, porque hay más que suficiente lugar para las dos, pero admito que después de ser ferviente y repentina fan de la Lady original, me empecé a aburrir de tanto circo. Me quejaba con mis amigos que la aman apasionadamente: “¿Por qué no hace más canciones brillantes como ‘Speechles´ y se quita las plumas?”.
Esa canción fue cuando descubrimos muchos el nivel de cantante y compositora que en realidad es. Y sus confesiones sobre no sentirse lo suficientemente hermosa, nuestros gritos de que sí lo era, hicieron que poco a poco fuera desvaneciéndose. Al menos a comparación del monstruo que era. De la mujer que sería la heredera de Madonna, pero con más. Queríamos que Gaga se quitara el disfraz.
Tuvo que ser Bradley Cooper quien lo consiguió. Y miren, regresando a la odiosa comparación hay que ser honestos: aunque para muchos Body of Evidence (Madonna, Willem Dafoe) es una de nuestras películas malas favoritas de todos los tiempos, la verdad es que ni las colaboraciones con su ex, Guy Ritchie, le dieron a Madonna el respeto en la comunidad cinematográfica que parece siempre haber anhelado. (Confieso que amo estúpidamente el soundtrack de su Evita de Alan Parker, aunque es una vergüenza siquiera admitirlo cuando escuchamos la obra de Andrew Lloyd Webber en la voz de Patti Lupone, por ejemplo).
Bueno, todo esto para decir lo siguiente. De un solo golpe Gaga se quitó las plumas. Se expuso con todo y mostró quién es en realidad un personaje no muy alejado a quien ella ha descrito ser. La mujer sabe actuar. Hace días preguntaba si podríamos dejar de ver a Gaga en esta cinta. Sí. Sí. Sí. Aunque creo que por ahí se asomó la verdadera Stephani Joane Germanotta.
No puedo dejar de escuchar ese soundtrack. Confieso, en mi estado cursi de la actualidad, que me senté junto al mar a escuchar su canción “Shallow” y lloré. Escucharla cantar “La vida en rosa” debe estar dándole escalofríos al fantasma de Edith Piaf, pero ante todo, me parece, que si bien Gaga seguirá inventando miles de cosas más, ya demostró al mundo que es infinitamente más artista, en el escenario y en la pantalla, que aquella que es puro vestido de metal en cualquier alfombra roja.
Madonna, sigue siendo la reina, pero lo siento, eso nunca lo logró.
Twitter: @SusanaMoscatel