Navegando los nada amenos canales de información que nos “nutren” con lo que se supone que es importante en las noticias del mundo, las últimas semanas me he topado en varios ocasiones con distintos contendientes para llevarse el título de “la persona más odiada de México”.
No es broma, hay rankings, múltiples, muchos de ellos ligados a medios establecidos de comunicación, dedicados a medir con “seriedad” la cantidad de hate que reciben las personas en la mira pública; algunos, con fórmulas elaboradas, aseguran que hasta hacen encuestas presenciales y telefónicas para agregar “credibilidad” a su veredicto de la llamada “persona más odiada de México”.
Lo que más llama la atención es que no, en la lista no se encuentra a algún político que prometía algo e hizo exactamente lo contrario. No es un narcotraficante que se haya robado la paz de un país. No es alguno de los criminales que se viralizan en redes por sus atrocidades. No.
Las dos personas que parecen estar peleando por esta deshonra son un influencer que cobró aún más notoriedad en un reality show y una cantante de música vernácula, proveniente de una larga dinastía de grandes artistas, quien tomó decisiones en su vida privada que han sido utilizadas como leña para la hoguera del odio y la monetización del chisme.
Sí, ya saben quiénes son y no necesito entrarle al juego al nombrarlos. Esto no se trata de eso. Es simplemente una pausa horrorizada para tratar de entender qué implica el hecho que se nos haga tan simpático y mediático que exista una “lista de los más odiados” que se actualiza y se comparte como si no hubiera humanos del otro lado de la misma.