Este año —particularmente este cierre— dejó muy claro que la industria del entretenimiento ha dejado de pretender que se dirige, a toda velocidad, hacia una existencia donde el streaming y la Inteligencia Artificial serán las herramientas más poderosas de la normalidad.
Por un lado, la venta de Warner Bros., acabe con quien acabe, no deja lugar a dudas de que todo terminará consolidándose en las mismas manos empresariales. Y las pantallas grandes no parecen ser prioridad en ese modelo de negocios. Por supuesto que esperamos grandes eventos cinematográficos como Digger (Iñárritu, Cruise), La Odisea (Nolan) y El día de la revelación (Spielberg), pero quedan pocos nombres en las nuevas generaciones de cineastas que no estén dispuestos a negociar por cuánto tiempo se va a proyectar su cinta antes de llegar al streaming. ¿Y quién puede culparlos? Las producciones no se financian con idealismo y buenas intenciones.
Pero no todo son malas noticias: Disney tuvo —gracias a Lilo & Stitch, Avatar y Zootopia 2— su mejor año desde la pandemia, lo cual es una señal esperanzadora de que al menos cierto tipo de producciones pueden seguir proyectándose en los cines del mundo entero.
El hecho de cerrar el año con la noticia de que el Oscar pasará al streaming a partir de 2029 y dejará de transmitirse por televisión a nivel global deja claro dónde imagina la industria que está su público. Seguramente en la Academia tienen datos sólidos para esta decisión y, por un lado, la celebro como un acto democrático: el mundo entero podrá tener la fiesta más grande del cine al mismo tiempo y de la misma manera. Pero, por otro lado, no hay forma de ignorar la ironía: mientras el cine lucha por mantenerse en la pantalla grande, quienes se dedican a celebrarlo y destacarlo ya asumieron que su público está dispuesto a vivir esa experiencia de forma individual y —quizás— desde la pantalla de sus teléfonos.