Si algún político mexicano fuera sorprendido con un Labubu edición especial en su bolsa o portafolios de lujo, juraría que “es pirata” o que “lo tenía de antes”.
Así de fuerte está el mame con estos peluches dientones y desorbitados que hoy cuelgan de bolsas de quince mil dólares, convertidos en la gracia más trendy. Blah.
Aun sabiendo esto, yo no esperaba que, al preparar mi viaje de trabajo a Nueva York, la clásica petición de la playera con corazoncito o el emblemático llavero del Empire State fuera reemplazada por: “un Labubu color menta como el que se vendió en Beijing por 150 mil dólares… pero pirata”.
No pensaba cumplir, pero pronto descubrí que era imposible caminar una cuadra sin verlos: tiendas, carpas, puestos… igual que nuestras horribles estampitas de “Amor es…”, pero en versión contrabando.
Como nunca sabes qué vendrá en el empaque de las versiones originales, ahora la moda es comprarlos en estos puestos ambulantes que te permiten elegir, aunque solo sean una copia.
Yo sobreviví a la fiebre de las Cabbage Patch en los 80 y pensaba que esto estaba superado. Pero debo admitir que hay algo fascinante en esta infancia que muchos adultos se niegan a dejar atrás, mezclada con sus objetos más ostentosos.
Pareciera que hay una moda absurda por generación, siempre cargada de más significado del que aparenta. Al final, encontré el Labubu menta entre carteras Prada y bolsas Louis Vuitton piratas y confieso que me emocioné. Pero lo dejé ahí: mi deseo de no ser “parte del problema” ganó. Eso sí, me quedo con el placer estúpido de hallarlo como si fuera un Buffolant del Pokémon Go que solo aparece en Nueva York.