Escalofriante leer sobre los planes que un joven de 19 años y otro de 17 tenían para inmolarse durante alguno de los conciertos que Taylor Swift tenía programados estos días en Austria. En efecto, alguien hizo su trabajo bien y es un alivio brutal saber que se detuvo cualquier posibilidad del atentado que pretendía matar a la mayor cantidad de personas posible con explosivos y armas blancas. Lo que no se puede evitar, trágicamente, es el terror mismo que estos adolescentes radicalizados han ayudado a perpetuar.
La misma Taylor, en una entrevista de su gira anterior, confesó que a lo que más le teme en la vida es a esta posibilidad, porque si la responsabilidad de mantener a salvo a sus millones de fans corresponde a las autoridades, ella es la primera en estar consciente de lo que implica congregarlos, y también lo que implica su figura a escala de ícono internacional.
Después de tragedias como el atentado que dejó a 22 personas sin vida tras un concierto de Arianna Grande, en Manchester, en 2017, esta es siempre una posibilidad para la que se tiene que estar alerta; a los terroristas no les importa si la gente que pierde la vida es de Viena, Inglaterra o México, instigar esa terrible sensación de miedo perpetuo es para lo que son enviados a sus misiones suicidas.
Vivimos tiempos oscuros, en los que las cosas que más luz le den a la gente, como Taylor Swift, son objetivos potenciales de las organizaciones fundamentalistas. En estos casos hablamos de ISIS. La radicalización de jóvenes a través de internet es una devastadora realidad; la desinformación y el reclutamiento está tan cerca como una cuenta de TikTok.
Se evitó una tragedia, es una oportunidad de observar lo que se radicaliza a nuestro alrededor, y quizás al menos algo aprendamos en colectivo, ya que los ojos y la atención del mundo siempre están sobre Taylor Swift.