Los seres humanos somos un caso perdido. Unos, por tener el don de complicar cualquier situación y convertirla en una maraña de detalles inservibles; otros, porque aceptan las complicaciones con la docilidad de quien va camino al matadero. No basta con vivir; hay que inventar jerarquías ridículas, adorar reglas inútiles y tragarse discursos huecos como si fueran verdades sagradas. Y aquí estoy yo, como muchos, contemplando este circo desde mi asiento en la última fila. No con ira, no con resignación, sino con una mezcla de incredulidad y ganas de llamar a las cosas por su nombre.
Dentro del vendaval de absurdos en los que me gustaría profundizar están los gobernantes modernos, por ejemplo. Se supone que estaban ahí para tomar decisiones, administrar recursos, solucionar problemas. Al parecer, su tarea principal es alimentar el algoritmo. Gobiernan para los likes, no para la gente. Cada discurso es una pieza diseñada para viralizarse, cada obra pública una foto con filtro sepia, cada declaración un reel de Instagram: bonito de ver, pero vacío. Mientras tanto, los problemas reales se amontonan en la esquina, como muebles viejos en una casa que nadie se molesta en limpiar.
Y no es solo cosa del poder. Nosotros, el pueblo llano, tampoco nos quedamos atrás. Tenemos, por poner otro ejemplo, una habilidad sobrenatural para tragarnos cualquier cuento si suena lo bastante convincente. Ahí está la meritocracia, esa fábula según la cual todo depende de cuánto te esfuerces, ignorando alegremente que la línea de salida no está en el mismo lugar para todos. O esa nueva moda de diagnosticar personalidades con la autoridad de un psicoanalista gracias a TikTok. Basta con un video de 30 segundos para etiquetar al prójimo como tóxico, narcisista o lo que el hashtag del día sugiera.
También están las oficinas. Esos templos del sinsentido donde todo es importante, menos el trabajo real. Reuniones que no resuelven nada, correos que no dicen nada, y formularios cuyo único propósito es justificar la existencia de más formularios. La productividad moderna no es más que una coreografía interminable, como esos bailes estrafalarios que hacen los influencers, pero sin la ventaja de hacerse virales. Al final del día, lo único que queda es la sensación de haber perdido el tiempo de una manera espectacularmente organizada.
Ahora, si esperan que cierre con algo edificante, que les diga que todavía creo en la humanidad, se equivocan de columna. A los humanos no les creo mucho. Somos expertos en montarnos ficciones para sobrevivir: el amor eterno, la superación personal, el éxito profesional, la felicidad constante, el reino de los cielos. No me malinterpreten: no lo digo con desprecio, sino con una suerte de admiración resignada. Al final, ese impulso de inventarse razones para seguir adelante, aunque sean artificiales, es lo que nos mantiene en pie.
Así que aquí estamos: Me hierve el buche. Un espacio para desmontar tonterías, reírnos de lo absurdo y, cuando haga falta, señalar lo que realmente importa. Porque en este mundo, si algo sobra, son motivos para que el buche hierva. ¿Y ustedes? ¿Qué fue lo último que les hizo hervir el buche?