El amor romántico

  • Me hierve el buche
  • Teresa Vilis

Jalisco /

Cada 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, me deja una sensación doble: la certeza de que algo debe cambiar y la sospecha de que seguimos atrapados en la misma trama. México repite fechas como quien marca un calendario de tormentas. Sabemos cuándo llegarán, pero seguimos remendando goteras en lugar de levantar otra estructura. En días como este volvemos a hablar de violencia contra las mujeres, como si fuera un estallido repentino, cuando en realidad lleva décadas gestándose en una educación sentimental que celebramos sin cuestionar.

El amor romántico es uno de nuestros relatos más eficaces. No necesita propaganda oficial, lo transmiten las familias, las canciones, las telenovelas, los brindis de boda. Se hereda parecido a una vajilla fina que nadie usa, pero que nadie se atreve a tirar. Su premisa principal es sencilla y devastadora: una mujer adquiere valor cuando un hombre la elige. Sin pareja queda incompleta y solo el amor de él puede ensamblarla. Y un hombre tiene que ser el proveedor, el fuerte, el que no siente ni duda. Si no cumple ese mandato, también se considera fallido. Esta idea no solo nos encadena a nosotras, también los pudre a ellos, porque cualquiera que viva bajo la exigencia de valer solo a través de otro termina roto por dentro.

Esta ficción la sostienen mujeres brillantes, preparadas, libres en casi todo, capaces de trabajar, estudiar, criar, administrar y sobrevivir con una eficiencia digna de celebrar. Mujeres que conocen la teoría, la estadística, el discurso feminista y, aun así, sienten un vacío difícil de nombrar cuando imaginan la posibilidad de no tener pareja. Crecieron escuchando que la plenitud depende de ser seleccionadas y por ello aguantarán cualquier situación, todo sea por conservar esa ilusión.

En mi tesis encontré términos para ese fenómeno: hiperdependencia emocional, idealización del sacrificio, autopercepción desde el otro. Palabras académicas que describen algo íntimo, la costumbre de mirarnos con los ojos ajenos.

Antes de que aparezca la violencia visible, ya aprendimos a justificar renuncias en nombre del amor. Primero se posterga una salida con amigas, luego se suaviza una postura, después se traga una falta de respeto. Cuando llega el golpe, físico o simbólico, no irrumpe como un acto aislado, sino como la conclusión lógica de una historia que nos enseñaron a venerar. Esa continuidad es lo más peligroso, convierte la violencia en destino y no en excepción.

Cada 25 de noviembre se marcha contra la violencia, pero no se habla mucho de la raíz que la alimenta. Lo sé porque lo he visto. Lo sé porque lo he vivido. Todas, en algún momento, hemos sentido el peso de esa formación emocional. Y muchos hombres también cargan con ella, aunque se les exija callarlo.

Tal vez la verdadera revolución empieza antes de la consigna. Empieza en desmontar la idea de que el amor de pareja es el aval definitivo de nuestra existencia. En entender que la vida no pierde valor cuando no hay un hombre al lado. En construir vínculos donde estar juntas o solas no implique sacrificarnos.

Ni una menos. Tampoco en nombre del amor. Me hierve el buche.


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