El mevalemadre

  • Me hierve el buche
  • Teresa Vilis

Jalisco /

Llega un momento en la vida en que una mujer entiende que todo lo anterior fue ensayo. Que la obediencia, la culpa, los sacrificios, el deber ser y las risas para no incomodar fueron solo escenografía. Ese momento no tiene banda sonora ni iluminación especial. Pasa en silencio. Y cuando pasa, la existencia se rompe en dos: la que fue y la que será.

Aterrizar en el mevalemadre no es un despertar glorioso. Es más bien una sospecha que se arrastra por el cuerpo hasta volverse certeza. Un día, sin saber por qué, ya no te sientes culpable por no querer, ni por irte, ni por dejar que las cosas se pudran sin intervenir. No te sientes heroína, pero algo en ti se endereza.

En México, ser dueña de tu vida es complejo. Todo está dispuesto para que no lo logres: la familia, la religión, los hombres bien intencionados, las oficinas donde aún preguntan si piensas tener hijos. Pero de pronto pasa. La educación sentimental se cae a pedazos y queda lo que eres, sin adjetivos, sin rol, sin máscara.

Entonces miras atrás y no hay rabia, solo asombro. Asombro de haber sobrevivido tanto tiempo en automático, de haber confundido la entrega con el amor y el cansancio con la virtud. Te das cuenta de que fuiste buena alumna de un sistema que no te quería despierta. Y sonríes, un poco tarde, porque por fin abriste los ojos.

Te das cuenta de que la libertad no se parece a lo que te vendieron. No es una foto feliz ni una tarjeta de crédito a tu nombre. Es un territorio salvaje, lleno de decisiones que nadie más tomará por ti. Y sí, a veces da miedo. Pero también hay una extraña forma de belleza en saber que ya no tienes a quién culpar.

Hay días en que la independencia duele. No hay red de seguridad, no hay aplauso, no hay consuelo. Solo estás tú con tus dudas, tus facturas y tus pensamientos a medianoche. Pero en ese vacío también hay poder: el de saber que el silencio ya no te asfixia, que por fin puedes habitarlo sin temor.

No se trata de éxito ni de poder. Se trata de una lucidez que arde: la de saber que si el mundo no te da lugar, te lo inventas. Que si el amor no basta, lo dejas. Que si la historia no te reconoce, igual sigues caminando. La libertad, en este país y en este siglo, se parece mucho a la terquedad.

A veces llega tarde. O llega de golpe, después de una pérdida o de un hartazgo. Llega cuando te miras al espejo y ves una cara cansada, pero viva. Una cara que ya no quiere explicarse. Entonces comprendes que nadie te devolverá los años en que pensabas que tenías que ser de tal o cual forma, pero al menos el resto será tuyo.

Ser dueña de tu vida no es una victoria ruidosa. Es una derrota elegida con dignidad. Es reírte un poco de lo que fuiste y aceptar que la paz no está en ganar, sino en dejar de pelear con lo inevitable.

Si hay algo que salvar de todo esto, si hay algo que todavía quema entre tanto cansancio es esa certeza mínima de que, a pesar de todo, estás viva. Y eso ya es una forma de insurrección.

Ser dueña de tu vida no es una conquista. Es una señal. Un fuego que no se apaga aunque el viento sople fuerte. Una pequeña revolución que ocurre en silencio y sin permiso... para que deje de hervir el buche. 

Más opiniones
MÁS DEL AUTOR

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.