El parque, ese espacio supuestamente diseñado para la convivencia, es en realidad un campo de batalla disfrazado de lugar público. Entre los corredores que creen que el mundo gira en torno a sus pulsómetros y los niños que monopolizan todo con sus pelotas, hay una tribu que sobresale por encima del caos habitual: los Dueños Zen de Perros Sin Correa. No pasean a sus perros, no. Ellos los “liberan”. Y lo hacen con la ceremonia de quien está a punto de firmar un manifiesto a favor de la emancipación de la esclavitud y el maltrato que los perros han sufrido durante siglos. Un poco exagerado.
El ritual siempre es el mismo. Llegan al parque, sueltan la correa como si acabaran de derribar un muro de Berlín canino y se instalan en una banca a contemplar cómo su perro se convierte en un torpedo descontrolado. “Es muy noble, no hace nada”, proclaman, convencidos de que su mascota es una mezcla entre Gandhi y un peluche. Claro, no hace nada… hasta que lo hace.
Unos metros más allá, un pobre diablo que sí cumple las normas pasea a su perro con correa. Pero en cuanto el perro suelto lo ve, ya sabe lo que viene. Corre hacia él como si fuera un viejo amigo perdido, lo olfatea, lo empuja y, solo si tiene suerte, no lo intimidará demasiado. El dueño responsable, mientras tanto, tiene que lidiar con una correa que ahora parece una cuerda de seguridad en pleno terremoto. El Dueño Zen, desde su atalaya, sonríe: “Déjalos, así se conocen”, dice con tono paternal. Como si el parque fuera su laboratorio social y no un espacio compartido.
Lo irónico —y lo que hace que el buche hierva— es que este supuesto acto de conciencia no solo pone en riesgo a los demás, sino también al propio perro suelto. Porque los perros, por adorables que sean, no dejan de ser animales, y sin control, cualquier cosa puede pasar: peleas, accidentes, o la clásica carrera suicida hacia la calle. Cuando eso ocurre, el Dueño Zen saca su mejor excusa: “No pensé que fuera a pasar”. Por supuesto que no. Pensar nunca fue el fuerte de esta tribu.
Entre lo más desesperante está su aire de superioridad. Para ellos, su negligencia no es un error, sino una virtud. Si algo sale mal, la culpa nunca es del perro suelto.
Es del que lleva correa, del niño que se asustó, del ciclista que pasó demasiado rápido. Ser irresponsable y, encima, sentirse moralmente superior, es una habilidad que pocos dominan con tanto descaro.
El problema, claro, no es el perro. El perro solo hace lo que cualquier perro haría si lo dejan a su suerte. El verdadero problema es el Dueño Zen. Ese personaje que cree que su falta de responsabilidad es un acto de amor, y que su libertad —y la de su perro— está por encima del respeto a los demás: sean perros, gatos, humanos o lo que sea. ¡Me hierve el buche!