El día empezó como tantos otros, con una contractura en la espalda que prometía arruinarlo todo. Nada grave, pensé, algo sencillo de resolver: una inyección en la farmacia y listo. Así que, entre el dolor y la urgencia de llegar al trabajo, tomé una decisión lógica: pasar por el medicamento que, en un mundo ideal, me despacharían sin preguntas. Este mundo no es ideal.
“Sin receta, no hay medicina”, dijo la empleada detrás del mostrador, señalando con desgano el consultorio adjunto. Ahí estaba, como siempre, el doctor de farmacia, un hombre cuyo sueldo probablemente depende de cuántos medicamentos y suplementos logre recetar. Entré al cubículo con prisa. Me encontré con un hombre mayor que se ajustaba la bata como quien se alista para interpretar un papel en una escena teatral.
Le expliqué mi situación: una contractura, premura, necesito una inyección, gracias. Pero él, con una solemnidad que solo aumentaba mi ansiedad, respondió: “Por como la veo, esto no será rápido”. Fue el inicio de una pesadilla médica, con breves ataques de pánico.
Me pidió que me acostara en la camilla y empezó a examinarme. “¿Desde cuándo tiene los ojos saltones?”, preguntó con la mirada de un detective que acaba de hacer un gran hallazgo. “No están saltones, son grandes. Siempre han sido así”, respondí, incrédula. Él insistió: “No, pero ¿desde cuándo los tiene así de saltones?”.
A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Decidió que tenía una infección en el estómago y que estaba “descuadrada”, por lo que necesitaba un ajuste quiropráctico. Si los quiroprácticos certificados ya me generan desconfianza, imaginen la idea de que este señor, cuya especialidad parecía ser la improvisación, torciera mi cuerpo como si fuera un manual de anatomía. Lo hizo.
Sin pedir mi consentimiento, se entregó a la tarea. Me jaló la pierna, me dobló hacia un lado y luego hacia el otro. Cuando quiso tronar mi cuello, me levanté y dije basta. “Es que soy muy nerviosa, o tal vez es usted”, balbuceé, tratando de recuperar la dignidad.
Ofendido, escribió una receta en la que ordenaba estudios de tiroides por mis ojos “saltones”, antibióticos para la infección imaginaria y vitaminas con las que dijo, mejoraría mi experiencia en la vida diaria. Salí de ahí con el papel en la mano, hervida del buche, solo para darme cuenta más tarde de que no me había recetado nada para el dolor de espalda. Esta vez ya no me hirvió el buche, sino que me reventó.
Este es el problema con los consultorios de farmacia: los médicos parecen estar en un casting para ver quién convence a más incautos. Siempre saldrás con un diagnóstico que justifique el precio de lo que te recetan. Mientras, el dolor siguió ahí, recordándome que lo más eficiente en este país no es la medicina, sino el negocio detrás de ella.