Ni tan gorda ni tan flaca

  • Me hierve el buche
  • Teresa Vilis

Jalisco /

Hablar de gordofobia, como abordar otras tantas ocurrencias humanas, tiene la peculiar habilidad de disfrazarse de preocupación legítima. No es empatía, parece más bien un negocio. Lo sé porque he estado ahí, en los dos bandos de esta guerra absurda. He sido gorda, flaca, y todo lo que hay en medio. Engordo como quien disfruta de la vida y enflaco con la resignación de quien tiene que pagar impuestos. A veces por necesidad, a veces por mero capricho, y siempre bajo la mirada atenta de los demás.

Eso es lo maravilloso de este juego: nunca importa en qué punto estés, siempre estás fallando en algo. Si estoy gorda, soy un proyecto de rehabilitación en proceso: “Deberías cuidarte más”, “es por tu salud”, “con lo bonita que eres, imagínate delgada”, bla bla bla. Pero si adelgazo, tampoco faltan los expertos en psicología de pasillo: “¿Estás deprimida?”, “¿no estarás enferma?”, “¿ya fue mucho, no?”. Siempre hay una lista de opiniones para recordarte que, en esta sociedad, tu cuerpo no es tuyo, sino más bien un tema de conversación.

Adelgazar no fue un acto heroico ni una epifanía espiritual. Fue más bien una retahíla de hartazgos al respecto. Cansada de las tallas que no me quedaban, de las miradas de aquellos a los que no había visto en cinco años; y de la lucha constante contra cinturones de seguridad que parecían diseñados por sádicos, decidí que ya era suficiente. No lo hice por salud, ni por estética, ni por un momento de revelación personal. Simplemente me cansé de dar explicaciones por cada bocanada de aire que necesitaba. No fue vanidad; fue supervivencia emocional.

Una vez que bajas de peso, descubres que la narrativa cambia, pero la presión sigue intacta. Ahora el objetivo es tonificar, estilizar y, sobre todo, ser lo suficientemente presentable para las redes sociales. Porque ahí están los gurús del fitness, vendiéndote el ayuno intermitente como si fuera un sacramento: “No es hambre, es autocontrol”. Y las influencers del “body positivity”, que predican aceptación desde cuerpos esculpidos, con filtros que cuestan más que cualquier tratamiento médico de última generación. El mensaje es claro: puedes amar tu cuerpo, siempre y cuando se vea bien en las fotos.

Lo que me hierve el buche no es solo que este sistema existe, sino que nosotras lo aceptamos sin chistar. Nos han enseñado a cargar con la culpa de nuestros cuerpos, a justificar nuestra existencia en números y medidas. Tal vez sea momento de dejar de preocuparnos tanto por los kilos y las etiquetas. Al final, la vida pesa lo que sugerimos cargar, y lo mejor que podemos hacer es soltar las tonterías que nunca debieron formar parte de nuestra historia.


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