Carlos Garza Ibarra llegó a la Tesorería de Nuevo León en octubre de 2015 con una promesa clara: poner orden en unas finanzas que le entregaron muy entrampadas.
En aquel entonces, el Congreso lo avaló sin mayor resistencia. Incluso el entonces rebelde diputado, Samuel García, lo respaldó públicamente.
El camino de una década tuvo de todo; una secuencia de Presupuestos crecientes, discursos de austeridad, ajustes selectivos y una constante: la deuda que siempre encuentra la forma de quedarse.
En 2016 se habló de eficiencia. Un año después, ya en 2017, de presiones por pensiones e intereses. Para 2018, el discurso fue de austeridad responsable. Ya en 2019, se habló de no crear nuevos impuestos.
Llego el 2020, y con él la tarea de resistir la pandemia, que luego en 2021 se convirtió en un déficit inevitable, y posteriormente en 2022, en prioridades sociales ante la explosión de conflictos que le comenzaron a complicar su trabajo.
En 2023 llegaron más tensiones políticas y un año después engrandecieron la deuda “sostenible”. En 2024 las cosas se fueron al extremo.
Después de dos años sin Presupuesto, para febrero de 2025, entre retrasos y negociaciones, llegó un Paquete Fiscal con 17 mil 500 millones de pesos de endeudamiento, más dos mil 100 millones adicionales para Agua y Drenaje. Aún así fue motivo de celebración, después de dos fallidos intentos.
Pero “el último baile” de Carlos Garza no fue positivo, y ya todos conocen las cifras, rechazadas finalmente y convertidas en un fallido intento.
Durante años, Garza sostuvo que el déficit estaba controlado, que había ahorros operativos, que el semáforo de Hacienda estaba en verde. Y es cierto: el Sistema de Alertas coloca a Nuevo León en un rango “manejable”.
El problema, dicen algunos especialistas, es que la realidad no se mide solo con semáforos, sino con lo que cada ciudadano carga sin notarlo.
No es una crisis y tampoco un colapso, pero sí una normalización del endeudamiento como forma de gobierno, que tarde o temprano cobrará factura.