No es normal que un partido mayoritario sea tan disfuncional. Morena cuenta con los votos necesarios para aprobar todas y cada una de las iniciativas que sacó al final del periodo de sesiones. Pudo haber cambiado la legislación de manera sistemática, ordenada e incuestionable.
Pero no fue así. En lugar de ello presentaron la mayoría de las iniciativas de último momento, no planearon la presencia de senadores morenistas para asegurar buen quórum y ahora, incluso, enfrentan la alta posibilidad de que todo se venga abajo por vicios de proceso.
La pregunta es por qué. Por qué Morena es una fuerza política indudablemente robusta pero que, en los momentos más críticos, simplemente no logra implementar su agenda en tiempo y forma.
La interpretación más común, sobre todo entre voces opositoras, es que a Morena no le importan los tiempos y las formas. Según estas voces, Morena es una dictadura que está destruyendo el entramado legal de manera despótica.
Dicha interpretación, sin embargo, no pasa la más mínima prueba lógica. En los hechos, es evidente que Morena más que una fuerza dictatorial es un partido torpe para usar su poder mayoritario. La prueba es lo que sucedió en este periodo de sesiones. Morena siguió procedimientos legislativos tan desatinados, atropellados y faltos de oficio que sus cambios legales simplemente se caerán en tribunales. La operación demuestra su debilidad, más que su fuerza.
La pregunta más interesante no es si Morena es una dictadura, sino por qué, a pesar de tener todo para usar su mayoría, no logra hacerlo por la buena.
La respuesta está en la sucesión presidencial. Y la forma en la que ésta se ha convertido en un monstruo de vida propia que devora al partido.
Esto es evidente en dos aspectos.
Primero, la sucesión ha fragmentado profundamente a Morena haciendo que senadores que apoyan a distintas corcholatas se vean a sí mismos como enemigos. Cada facción abandera un proyecto distinto. Esto dificulta los acuerdos y desorganiza.
El primer damnificado de esta corcholatización del Senado es Ricardo Monreal. El senador (otrora capaz de influir en los votos de su partido) ha perdido el control. Se ha convertido en una corcholata de varias, y ni siquiera en la más poderosa. Sin control, la capacidad de Monreal para negociar con los partidos opositores también se ha desmoronado.
Así, los acuerdos en el Senado son cada vez menos viables. Las tomas de tribuna son evidencias de ello. En el Senado, nadie es el nuevo Monreal. La coordinación entre morenistas se ha perdido. El propio López Obrador tiene que hacer llamados a la unidad, como si no hubiera proyecto conjunto.
Segundo, la sucesión presidencial ha creado un inmenso apremio en el ejecutivo para aprobar sus iniciativas antes de que se seleccione a la corcholata ganadora. López Obrador ya entendió que existe la posibilidad de que, cuando haya corcholata ganadora, Morena se desbande. Si esto sucede la aprobación de nueva legislación será imposible. Por eso el Presidente pidió, de último momento, que en este periodo ordinario se aprobaran muchas iniciativas. El resultado es el desastre que vimos.
Así, el desaseo y desenfreno que vemos en el Senado es hijo de una sucesión presidencial encarnizada y demasiado adelantada. López Obrador cultivó cuidadosamente cómo sería el fin de su sexenio, y ahora lo está cosechando, pero antes de tiempo.