Veo en México a un país donde las élites de abolengo se han enquistado como una casta impermeable y casi divina de la que todo interdepende.
Por eso el miedo a confrontarlos no tiene partido. Temerles es la única actividad multipartidista de consenso. Confrontarlos es visto como romper la dimensión de lo conocido. Entrar a un túnel sin saber en qué vas a reencarnar. El miedo es lo único que todos los partidos comparten.
Veo un país donde la justicia está escrita en un lenguaje que solo las castas superiores hablan. Y que a veces comparten con el resto de la gente, pero a veces no. Por eso en las cárceles nomás hay pobres, mientras que en los clubs privados hay magistrados y familias que se conocen de años.
Entrar a sus clubs es asomarse a una dimensión donde hay muchos primos, muchas tías, muchos que conocen a sus padres. Tu mamá era toda una dama, era tan linda, se dicen. Siempre admiré a tu papá, recuerdan. Los hijos hablan de los éxitos de sus padres como si fueran propios.
Veo a un país fragmentado, roto y polarizado por estas diferencias de casta, pero donde los que más se han beneficiado de la fragmentación no acusan de recibido. “Fue López quien nos dividió” dicen quienes viven detrás de una, dos o tres altas bardas de púas en vecindarios exclusivos, triple-privados.
Las élites se rehúsan a acusar de recibido el hecho de que rompieron al país. Algunos porque lo hicieron sin darse cuenta. La mayoría porque tuvo el mazo en la mano hace generaciones y ahora prefiere navegar a ciegas. Se benefician de las culpas de sus abuelos, sin sentirlas.
Y ante todas estas verdades evidentes veo a una oposición peligrosamente chica y derrotada que da por hecho que no hay bandera más noble que defender a la Constitución y las instituciones tal cual existen. Una batalla que a la mayoría le suena al equivalente nacional de “coman pasteles”. A una María Antonieta mexa diciendo “¡defiendan a los reposteros!”, mientras la gente no puede comprar tortilla.
Las instituciones de la transición democrática mexicana son palacios de mármol y piedras preciosas que yacen en medio de un país de chozas y olor a orines. Castillos magníficos cuyo peso, luego de décadas, los ha ido hundiendo en el pantano sobre el que fueron construidos.
Se nos dijo que el pantano retrocedería cuando el castillo estuviera ahí. Y lo hizo, pero bien poquito. El lodo sigue. El hundimiento no cede y el olor a orines ya se ha empezado a meter por algunas ventanas. “Defiendan a los palacios” dicen asustados. “¡Esto es patrimonio de todos!” nos dicen quienes tienen patrimonio. No vaya a ser que un día vivamos todos en el lodo, como antes.
Horrorizados ven al lodo salpicar el mármol y no entienden cómo la gente puede ser tan ignorante, tonta y ciega como para no valorar los palacios. “Era cuestión de tiempo para que el lodo se arreglara”, nos dicen los Woldenberg, los Córdova, las Dresser y la generación de la alternancia electoral. Los que complacientemente llamaron democratización al triunfo de la élite empresarial panista.
Ahora, autonombrados la aduana intelectual de lo correcto, los filósofos sabios de la transición democrática tienen el estómago revuelto de pensar que alguien no entienda el valor de sus castillos. Como dijo Lorenzo ante la multitud del Zócalo, él desea que las instituciones cambien, sí, pero para bien. Para “el bien para todos” nos dicen sin morderse la lengua quienes por décadas han llamado “democracia” al país donde las castas superiores mandan.
Y ante esto, en la antesala de la elección más importante de nuestra historia, veo un México donde es blasfemia decir lo evidente: que la democracia y las instituciones de la transición nos fallaron, pero no por error, ni por falta de tiempo, sino por diseño.
La generación de la transición creó castillos institucionales que miraron al otro lado ante la captura económica de los entes regulatorios, la sobrerrepresentación del dinero en las campañas políticas, la desmovilización política de las bases, el nepotismo disfrazado de meritocracia, la desigualdad batiente en la función pública y la inoperancia de la fiscalización y la justicia. Los jóvenes del 68 estarían boquiabiertos.
Pero la generación de la alternancia que domina, todavía, los puestos de poder económico y narrativo, no acusa de recibido. Son como un niño aferrado a la fantasía de que existe el ratón de los dientes. Y ya merito, ya merito, nos llegarán a todos nuestros regalos. López está lleno de lodo y olor a orines, nos recuerdan.