Salvo por una luz tenue del cielo, las tinieblas cubren las calles del centro de Monterrey. Más que un efecto esotérico de la luna menguante y la proximidad con Halloween, es culpa de la falta de alumbrado público. Aún así es suficiente para hallar mi camino hasta el número 1026 de la calle de Aramberri. En la entrada de la vieja casa hay un montón de gente que se resiste a pasar. Asoman la cabeza pero no se mueven del umbral de la puerta.
Con ayuda de unos cordiales empujones me logro colar y digo mi nombre a una mesera que trata de domar el caos de los visitantes en la puerta. “Sí, ya te estábamos esperando”, dice. Pienso que esas palabras, a la entrada de una casa embrujada, sellarían mi fatídica suerte si esta fuera una película de terror. “Mi nombre es Kenya, buenas noches”, dice sonriente, la chica de cabello rojo y piercing en la lengua, de apenas 16 años.
Ella va a darme el tour por este sitio con casi 100 años. Unos muros altos que tienen expuesta la piedra de sillar de caliche, típica de la arquitectura norestense. El techo original ya no existe y fue reemplazado por uno de lámina. Es una muestra de los hogares que habitaban las familias obreras del centro de Monterrey, cuando empezó su auge industrial. Pero la casa no es famosa por eso. Aquí la señora Antonia Lozano y su hija Florencia Montemayor fueron asesinadas, uno de los crímenes más sangrientos de Nuevo León.
En el bodegón donde empezamos el recorrido estaba la sala. Un sillón antiguo de tres plazas, retratos colgados y espejos del siglo pasado ayudan a imaginar el uso que tenía el espacio en los años treinta del siglo pasado. Pero las mesas con servilletas y botes de catsup ayudan a romper la ilusión de antaño y recuerdan que esto es un lugar para venir a comer hamburguesas.
“La gente viene porque quiere saber qué se siente”, dice Kenya. De repente el restaurante queda completamente a oscuras y una mujer grita y luego, apenada, ahoga su alarido. “Y bueno, las luces las apagamos y prendemos nosotros porque la gente nos lo pide, es parte de la experiencia”, dice mientras retoma su labor de guía de turistas.
Yo no termino de deshacerme de una vibra pesada que se me ancla al pecho cuando todo queda a oscuras. Kenya me hace una seña con la mano, de que la siga hasta una habitación contigua. “Aquí en este cuarto fue donde ‘todo’ sucedió”, dice refiriéndose al crimen.
Ese “todo” es aquello que ha vuelto a este restaurante temático en una sensación en plena temporada de Halloween y Día de los muertos. Desde su inauguración, el 9 de octubre de 2024, los TikToks y reels de Instagram dan fe de ello, mostrando largas filas para entrar.
Ese “todo” es el brutal y sangriento asesinato de dos mujeres que quizás sea el único motivo por el cual la casa no ha sido abandonada hasta su derrumbe, ni convertida en un Oxxo o transformada en una torre con decenas de departamentos para Airbnbs.
Ese “todo” quiere arrebatarle una confesión a la Casa de Aramberri: ¿Quiénes son los culpables de los tres agravios en su contra? El asesinato de las mujeres Montemayor; la explotación morbosa de sus ruinas; y el abandono de un barrio que fue escenario de alegrías y tragedias y hoy la gente asume su muerte sin más.
Un crimen en la casa de Aramberri
Por la tarde del 5 de abril de 1933, Delfino Montemayor regresaba a su casa después de un día de trabajo en la Fundidora de Monterrey, donde con otros obreros ayudaba a crear lo mismo vías del tren que varillas para la construcción. Llegó a su casa y abrió la puerta con cuidado, pero del otro lado no le esperaba la paz de un descanso bien ganado, sino una escena sobrecogedora. Toda su casa estaba revuelta. No había cajón o ropero sin abrir y lo peor estaba en el dormitorio contiguo a la sala: ahí encontró a Antonia y Florencia cubiertas por una sábana cuyas manchas rojas anunciaban el horror.
Una vez que llegó la policía a inspeccionar la escena del crimen, notaron que ambas mujeres habían sido amarradas y degolladas y que el móvil del crimen era el robo de los ahorros de la familia en monedas de oro que ascendían a 3 mil 500 pesos de aquella época.
Los reporteros no tardaron en llegar y, gracias a las publicaciones especiales de la noche y del día siguiente, el rumor de los detalles horrendos del crimen no tardaron en correr. Por si fuera poco, Monterrey por esos días estaba sumida en una oleada de crímenes violentos y los asesinatos de Aramberri sólo habían elevado los ánimos casi al borde del estallido.
“No podrán esas hienas humanas soportar la carga enorme de su remordimiento […], recuerden las autoridades y la sociedad que los monstruos están fuera de la ley, que no merecen ni la más mínima garantía de los códigos, y sujeten sus cuerpos a ser quemados vivos en una plaza pública”, dice una editorial firmada por Carlos Polo y publicada en El Porvenir el 7 de abril.
Como es natural, la presión de la sociedad cayó sobre la policía cuyas labores de investigación eran todos los días detalladas en la prensa. Que si había una mancha de sangre afuera del domicilio, que dónde estaba el arma homicida, que si esto era brujería. Las investigaciones parecían ir a callejones sin salida hasta que, poco más de 12 días después, se anunciaba en los diarios que la policía había encontrado ya “los hilos del doble crimen”.
En su investigación, un agente del Ministerio Público consignó los testimonios de varios vecinos que recordaban haber escuchado gritos la mañana del asesinato y uno de ellos era bastante claro: “¡No me mates, Gabriel!”.
Gabriel trabajaba en una carnicería a unas cuadras de la casa. Para el 20 de abril, dos semanas después de la tragedia, la policía ya tenía todo el crimen resuelto y no dudó en presentar a sus culpables frente a los medios. Se trataba de los carniceros Gabriel Villarreal y Emeterio González, así como dos sobrinos de don Delfino, Fernando y Heliodoro Montemayor, y un hombre de anteojos llamado Pedro Ulloa, a quien apodaban El Ciego.
El móvil era, en efecto, los ahorros de Delfino y cada uno de los integrantes de la banda hizo su parte. Fernando y Heliodoro llamaron a la puerta y, al ser de la familia, Antonia y Florencia les abrieron sin desconfiar. Después, Gabriel y Emeterio se abalanzaron sobre las mujeres y las terminaron matando, no podían tomar el riesgo de ser reconocidos. Finalmente, El Ciego pasó con su auto y se llevó a los criminales al municipio de Zuazua, lejos de Monterrey, donde vivían Fernando y Heliodoro y podrían esconderse ahí para repartirse el botín.
Como suele ocurrir, pese a haberlo confesado todo, la banda después se dijo inocente y eso encendió aún más el malestar de la sociedad regiomontana, que incluso compraba desplegados en el periódico donde convocaba a manifestarse.
Parecía que los cinco feminicidas pasarían un buen tiempo en la cárcel hasta que su suerte cambió de golpe el 28 de abril de 1933. Los reos habían sido trasladados a Zuazua para que señalaran a la policía dónde se habían reunido después del crimen. Sin embargo, los que los custodiaban reportaron que fueron atacados por unos pistoleros y, en el tiroteo, los criminales trataron de escapar. Así que les dispararon matando a los cinco. Nunca se esclareció quiénes eran esos pistoleros. La prensa especulaba que eran cómplices o gente de Zuazua que, conociendo a Delfino, querían hacer justicia.
A la luz de la violencia actual, quizás la propia policía los ejecutó porque veían en el juicio un trámite inútil. En cualquier caso, el crimen había quedado resuelto y sentenciado a la mala, pero el morbo en torno al caso seguía ahí.
El 15 de mayo de ese año el periodista Eusebio de la Cueva publicó una crónica novelada, aprovechando que había seguido las investigaciones. El crimen de la calle de Aramberri se convirtió en un éxito de ventas y con ello también una historia de terror que ha sobrevivido a la actualidad en el imaginario de Monterrey.
Unos hermanos recuperan la propiedad abandonada
Desde jóvenes los hermanos Óscar Edgar y Miguel Ángel Lara habían entrado a la casa abandonada de Aramberri 1026. Había escombro y maleza que alcanzaba el metro de altura. Las personas se metían con la esperanza de encontrar fantasmas o practicar brujería. Aquella fue una noche divertida, recuerdan. Para Óscar, fan de las películas de terror, se le sembró una idea.
Delfino Montemayor siguió viviendo en la calle de Aramberri hasta 1957, año en el que murió. Después la casa fue abandonada, nadie de la familia quería vivir ahí y la propiedad, con tremendos antecedentes, tampoco resultaba muy atractiva a los compradores. Con el paso del tiempo aquel hogar se fue volviendo ruina. La casa se volvió refugio para las personas de la calle y ritual de pasaje para adolescentes y jóvenes que querían probar su valor.
“Desde que Óscar entró a la casa de Aramberri le llamó la atención y no se sacó de la cabeza que tenía que recuperarla y dejarla como estaba”, dice Miguel Ángel. Ambos hoy trabajan en el restaurante de la casa de Aramberri. Fue una misión de vida conseguir dejar aquel lugar, tal como estaba cuando ocurrió el hecho que marcó su historia.
Tardarían más de 20 años en lograr su cometido no sólo por el tema del dinero, sino porque tuvieron que rastrear a los actuales dueños de la casa, familiares vivos, y convencerlos de que la vendieran. Así lo logró Óscar y todavía tardó más de tres años en quitar la maleza y el escombro. También se dieron a la tarea de restaurar paredes y carpintería original y de construir un techo que protegiera la edificación y de hablar con los familiares para recuperar objetos y muebles que pudieran haber pertenecido a la familia.
El macabro sueño de los Lara se hizo realidad el 9 de octubre de 2024 cuando reabrió la casa de Aramberri como restaurante de hamburguesas. La expectativa era altísima y los TikToks y reels de Instagram daban fe de ello. Para atraer a la gente, hicieron equipo con otro emprendimiento de la ciudad: La Casa Belmont. Una empresa que se dedica a montar una casa de terror que cambia cada año de lugar y que tiene como objetivo dar un buen susto a sus visitantes, con asesinos enmascarados que babean y encienden motosierras.
En una transmisión en vivo, un usuario de Tiktok, grabó a una señora que se desmayó de la impresión –o las ganas de cooperar con el entretenimiento– y unos cuantos días después la gerente renunció y salió a los medios a decir que había un “ente maligno”. En una suma de obstáculos, se sumó el cierre del restaurante que duró casi una semana debido a que las lluvias generaron filtraciones y la gente lo atribuyó a una maldición.
“Si alguna vez estuvieron los espíritus de Antonia y Florinda, yo creo que ya se fueron porque la casa es más bien tranquila” dice Kenya. Pero cuesta ver esa tranquilidad en una casa que está plagada de muñecas de porcelana como las de las películas de terror, un maniquí con máscara de zombie y vestido de novia y unos muebles de anticuario que terminan por redondear la decoración tenebrosa.
Al salir al patio el ambiente se exorciza y cobra sentido lo dicho por Kenya. Unos focos cuelgan desde un árbol hasta la zona del asador iluminando la mayoría de las mesas. Kenya me acerca uno de los menús donde las hamburguesas llevan nombres de asesinos y protagonistas famosos del cine de terror. La hamburguesa de Freddy Krueger lleva salchichas en un guiño a sus dedos cortantes. Yo soy autor de mi propio crimen, no como carne roja. Kenya me mira con lástima y me ofrece unas quesadillas con aguacate, llegan servidas sobre un papel encerado que tiene impresos los retratos de Antonia Lozano y Florencia Montemayor.
Recordar su muerte me revuelve el estómago. Noto que cuatro gallinas caminan por el patio hasta hacerse un amasijo emplumado junto a uno de los árboles para disponerse a dormir. “Queremos respetar la casa y que sea lo más cercano a lo que era”, explica Miguel Ángel y luego agrega que las gallinas viven en el patio porque así vivía la gente a inicios del siglo XX.
Una colonia que parece muerta-viviente
Antes de irme del restaurante me despido de Miguel Ángel. Me recomienda que le tome foto al sillón de la entrada porque es original de don Delfino. “Aquí él acostumbraba dormir”, dice emocionado y también me invita a tomarme una foto frente al enorme espejo colgado sobre el sillón: “le han salido fantasmas a otros clientes”.
En cuanto doy un paso afuera pienso en esta frase muy de los abuelos de “cuídate de los vivos” porque me parece mucho más aterrador estar afuera de la casa de Aramberri que dentro de ella. La calle está completamente oscura porque no hay suficientes luminarias y padecer esto me parece imperdonable, después de que el municipio encabezado por Adrián de la Garza concesionó de 2017 a 2027 el alumbrado público por mil 542 millones de pesos.
Trato de irme por la calle, pegado al cordón de cemento, pero los carros pasan rápido. Encima no se ve ni un alma y me alerta el miedo de que se me aparezca un ánima amante de lo ajeno.
Me encuentro con más de una cantina y una taquería que me gustaría explorar y también con un montón de negocios cerrados que venderán algo a la luz del día. “Quienes toman las decisiones en la ciudad hablan del centro como si estuviera muerto y no pasara nada”, dice Sheila Ferniza, arquitecta regia dedica a la investigación, desarrollo de políticas y diseño de proyectos relacionados con el urbanismo. Nota que las iniciativas públicas están enfocadas en atraer turistas y no en mejorar la vida de los que ya viven aquí. Eso termina por agravar el vaciamiento de esta parte de la ciudad.
Por ejemplo, se ha impulsado el cambio de uso de suelo para que el centro deje de ser unifamiliar, pero lo que se edifica en lugar de estas casas en ruinas son edificios de departamentos que superan los 30 pisos y que terminan siendo comprados por quien puede invertir 5 millones y después rentarlos como Airbnb. “Hay en medio un montón de opciones que no estamos viendo entre la vivienda unifamiliar y las torres gigantes”, dice la arquitecta. Explica que una mezcla de edificios más pequeños podría servir para densificar al centro y también para tener una oferta diversa.
“El problema con el Centro es que es muy diverso y todos quienes tienen el poder político y económico quieren sólo atender a un tipo de población que tienen en mente”, dice refiriéndose a quienes ofertan servicios sólo pensando en los turistas que quieren visitar el centro o en los programas de gobierno que piensan esos barrios como páramos abandonados y no como un espacio que tiene dinámicas, rituales y vida vecinal que se remonta décadas atrás.
Días después de mi visita a las hamburguesas de La Casa de Aramberri pienso: ¿en quién estaban pensando los Lara cuando emprendieron este negocio? Quizás en gente como ellos, entusiastas del terror y las leyendas. Quizás en jóvenes y adolescentes que van disfrazados de zombies y vampiros por una hamburguesa. Quizás también en la gente que, ya entrada la madrugada, quiere cenar algo para bajar los estragos de la fiesta. También es claro que no están pensando en la misma clientela de la Roma y la Condesa en la Ciudad de México, que sí ha brotado en el Barrio Antiguo, la zona más turística del centro.
“Ya dejen descansar a los muertos”, me dice la gente cuando hablo de este lugar. Quizás sí es afortunada su existencia. Un lote baldío en esa calle oscura es un foco de peligro. Aunque el estilo de la hamburguesería es peculiar, no se puede negar que es un llamado a lo diferente y eso siempre viene bien a una ciudad.
GSC/AMP