El turno de la noche solía ser el más aburrido en el penal del Altiplano hasta el anochecer del 11 de julio de 2015, cuando Joaquín El Chapo Guzmán escapó del módulo de alta seguridad para retomar el mando del entonces cártel más poderoso del mundo, el de Sinaloa.
La “noche cero”, le llamaron los custodios en los días posteriores, porque después de aquella huida espectacular mediante un túnel subterráneo de mil 500 metros de largo con una motocicleta que corría por una vía rápida abastecida de oxígeno e iluminación, nada volvería a ser igual.
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Dos ex custodios que hoy pertenecen al Servicio de Protección Federal recuerdan las primeras horas después de enterarse del boquete en el baño de la celda 20 del área de Tratamientos Especiales, un eufemismo para hablar del pasillo donde el gobierno mexicano alberga a los criminales más sanguinarios para quienes ya no hay tratamiento de readaptación.
“¡Valió madres, se escapó el 701!”, gritó agitado el custodio Norberto —cuyo nombre pidió ser omitido para proteger su actual empleo en el gobierno— cerca de las 21:00 horas, cuando una inusual clave se coló en el radio que le colgaba del pecho: “¡Código rojo!”, la instrucción que se ordena en penales federales cuando una PPL o Persona Privada de la Libertad se ha fugado y se cierran todos los accesos de la prisión. Nadie entra, nadie sale.
Lo gritó en el comedor de los custodios, donde unos pocos cenaban antes del pase de lista a las 21:00 horas. Todos creyeron que era una broma. Nadie se inmutó ni saltó de sus sillas, pero el gesto angustiado de Norberto les hizo dudar. “Claro que no, El Chapo está más vigilado que el Presidente”, dijo uno y se dio la vuelta. Enseguida, el ruido al unísono de las frecuencias alertó que algo inusual sucedía.
“¡Código rojo!”, retumbó por las áreas administrativas de la prisión confirmando la fuga de un interno, pero parecía imposible que quien fuera el enemigo público número uno del gobierno se hubiera fugado de la prisión más vigilada de México… otra vez.
“¿Quién? ¿Quién?”, preguntó alguien por la radio con una entonación ansiosa. La respuesta paralizó a todos en el comedor: “¡35-78 por el baño!”, respondió alguien y ese número de interno que todos conocían de memoria confirmó que El 701 —el escaño que en 2009 le dio la revista Forbes en la lista de multimillonarios del mundo— mejor conocido como El Chapo Guzmán se había escapado, como lo hizo el 18 de enero de 2001.
La madrugada
El custodio Norberto, un ávido lector de novelas y reportajes sobre el narcotráfico, sabía que entre los alias de Joaquín Guzmán Loera estaba El señor de los túneles, por una innovación que cambió el mundo del tráfico de las drogas: contratar arquitectos para crear pasadizos subterráneos para enviar droga desde México hasta Estados Unidos. Todos sabían de ese apodo, incluso él que apenas acabó la licenciatura en Derecho sobornando maestros, ¿cómo era posible que las autoridades, sus jefes, no anticiparan que El Chapo se les podía escapar por un maldito túnel?
“¡Por eso los ruidos en la madrugada! ¡Yo te dije que no era normal!”, gritó el custodio Francisco imaginando lo peor: todos los del turno de la noche pagarían con cárcel por no haber investigado esos ruidos de excavaciones cerca del penal que sus jefes les dijeron que eran reparaciones de la Comisión Nacional del Agua para los vecinos de Almoloya.
Ninguno de ellos lo sabría hasta que El Chapo fue reaprehendido seis meses después, el 8 de enero de 2016, extraditado hacia Estados Unidos y se inició el juicio en su contra que lo mantiene en una ineludible celda en la prisión ADX en Colorado, Estados Unidos, pero la esposa del sinaloense, la ex reina de belleza, Emma Coronel, había orquestado el escape con ayuda de los hijos del capo, Los Chapitos, y el abogado del cártel.
Los jefes de los custodios Norberto y Francisco habían sido corrompidos por los sobornos millonarios de Emma Coronel, quien confesó en Estados Unidos que planeó la fuga de su esposo durante los encuentros íntimos en la prisión: ambos acordaron que simularían la construcción de una casa en la colonia Santa Juanita —a kilómetro y medio de la prisión federal— para llegar bajo tierra hasta el área de Tratamientos Especiales.
El Chapo sólo tenía que ocultar un hoyo de unos 2.5 metros cuadrados en el baño de su celda, hacer ruido con el inodoro para distraer a los guardias, entrar al boquete, bajar 10 metros con ayuda de una escalera y recorrer el trazo en una motocicleta de un solo cilindro, 12 caballos de potencia, ligera y de eficiente uso de combustible. Cuando saliera del túnel volvería a ser un hombre libre.
“Ya no vas a volver a tu casa”, le dijo Norberto a Francisco en medio del caos. “Si puedes, despídete de tus chavos. Ahorita nos van a detener a todos. Nos van a echar la culpa los jefes”. Cuando ambos recuerdan esa frase, el rostro se les transforma y bajan la mirada. “Los primeros que se joden son los de abajo”, masculla Francisco.
De inmediato comenzó la búsqueda de El Chapo Guzmán en todas las áreas del penal. Había una irracional esperanza de que el túnel fuera un señuelo y el capo hubiera intentado escapar por otra vía, acaso como lo había hecho 14 años atrás, cuando la versión oficial apunta a que salió escondido en un carrito con ropa sucia. Tal vez, el sinaloense seguía en el Altiplano buscando el modo de huir.
La sierra
Pero para aquella hora el fundador del Cártel de Sinaloa ya estaba en una camioneta que avanzaba hacia San Juan del Río, Querétaro. Ahí, a 220 kilómetros de su celda, lo esperaban dos avionetas: una volaría hasta Culiacán para distraer a las autoridades y otra, con el recién fugado, hasta el Triángulo Dorado, esa región que abarca Durango, Chihuahua y Sinaloa, donde la mariguana y la amapola crecen de manera silvestre y sin esfuerzo.
De poco sirvió el rápido operativo en carreteras cercanas y la alerta en el Aeropuerto Internacional de Toluca. El Chapo volvía a sus orígenes: a Badiraguato, el pueblo donde nació en 1957 y cuya pobreza lo impulsó a abandonar el puesto de naranjas que atendía con sus hermanas y hermanos para tomar las armas y convertirse en empleado de Miguel Ángel Félix Gallardo, El Padrino, el más grande capo de las drogas en la década de los 80.
La sierra era su lugar seguro. Cuando escapó por primera vez ahí se refugió y se hizo proteger por cientos de vigilantes que alertaban la mera presencia de militares a varios kilómetros a la redonda: entre montañas frondosas, caminos de tierra y precipicios que terminaban en riachuelos, Joaquín Guzmán Loera amasó una fortuna calculada conservadoramente en mil millones de dólares y un poder incalculable que lo llevó a los rankings de la revista Forbes de las personas más influyentes del mundo dejando atrás, incluso, a Tim Cook, actual director ejecutivo del gigante tecnológico Apple.
Desde ahí lideró una feroz guerra contra sus enemigos, el Cártel de Juárez, el Cártel del Golfo, Los Zetas y cualquiera que no se sometiera a su aspiración de encabezar un enorme sindicato de narcotraficantes, la misión que presuntamente le encomendó el exsecretario de Seguridad Pública federal en tiempos de Felipe Calderón, Genaro García Luna, hoy preso y esperando juicio en Estados Unidos por sus nexos con el narcotráfico. Tan incalculabe es su fortuna como las víctimas de homicidio, feminicidio, secuestro y desaparición forzada que dejó a su paso.
“Aquella noche nadie durmió, hubo hasta quienes vomitaron de miedo”, recuerda el custodio Norberto. Mientras los jefes preparaban una retahíla de excusas para presentarla ante la inminente llegada del entonces titular de la Comisión Nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido, a los custodios y monitoristas los llevaron a una sala pequeña para un duro interrogatorio. Poco revelan de esas horas angustiosas: cuando les pregunto si torturaron a alguien, ambos callan y la conversación parece que topó con el final.
Trece personas terminarían detenidas por la fuga del capo, entre ellas, la ex coordinadora federal de prisiones Celina Oseguera Parra y el director de la prisión Valentín Cárdenas Lerma, así como el jefe de Norberto y Francisco, quien terminó en el penal de Tepic, Nayarit. Los dos custodios, por haber estado lejos de la celda cuando ocurrió la fuga, fueron puestos en libertad al día siguiente, pero vigilados por meses por policías disfrazados de civiles.
“Las peores horas de mi vida”, dice Norberto y Francisco lo secunda. “El Chapo escapó y yo sentí como si me hubieran empujado a su celda de por vida”.
La “noche cero” le llamaron los custodios, cuando se abrió la grieta más profunda del sistema penitenciario mexicano. O, mejor dicho, el túnel más hondo por donde huyó el narcotraficante más famoso del mundo.
DMZ